48 horas de agricultura medieval

Acabo de terminar de segar diez hectáreas de césped. De acuerdo, quizá no sean diez hectáreas, pero en primer lugar, soy de letras y no sé contar, y en tercer lugar, estoy muy cansado. Los cronistas de antaño hacían cosas divertidas. Tengo amigos periodistas que han cubierto guerras, han viajado infiltrados entre terroristas, o que aún siguen hablando de teletipos, que es como recibir un Whatsapp y exclamar que te ha llegado un telegrama al móvil. La decadencia periodística nos lleva a esto. Ahora no hay guerras emocionantes, y si te infiltras en una célula terrorista lo más probable es que decidan inmolarse contigo y te estropeen el reportaje antes de poder enviarlo. Y además, tu director, en lugar de cabrearse por perder la exclusiva, se pondrá a llorar al conocer que has volado por los aires, e irá al funeral muy dolido, sin preguntar si quiera a la policía si ha sobrevivido alguna página de tu cuaderno de notas. Todo se está perdiendo, sí. Y lo más que puedes hacer para ganarte la vida es probar una segadora y venir a contarlo.

Este artículo de Itxu Díaz está incluido en ‘El siglo no ha empezado aún. Crónicas de un periodista en búsqueda activa de descanso’. A la venta en nuestra tienda oficial. Ilustración: Íñigo Navarro.

Fredi tiene sesenta años y un extraordinario olfato para los negocios. De su casa rural presume todo el norte de España. Está ubicada en la montaña, no daré pistas porque me he ido sin pagar, y ofrece un magnífico servicio de comidas, que sería aún mejor si en vez de secar los platos colgándolos de un tendedero probara a comprarse un lavaplatos. Se lo propuse nada más llegar y su negativa fue rotunda. La única gracia que tiene su negocio es que no tiene lavaplatos. Ni tampoco microondas, ni calefacción, ni agua corriente potable, ni un maldito bar en varios kilómetros a la redonda. Esto último enfada mucho a los jubilados alemanes, que después de probar el vino infame que elabora Fredi, cuando el sol comienza a doblar la tarde ya no quieren bromas, y desean quince o veinte litros de cerveza para recuperar sus coloretes. Fredi, entonces, les dice que no hay cerveza y les advierte de los peligros de salir de noche del complejo rural y aventurarse por el bosque en busca de un bar. Pero muchos no hacen caso. No es extraño que seis de cada diez inquilinos alemanes de Fredi desaparezcan sin dejar huella. Tampoco sorprende que se haya detectado una tendencia al sobrepeso en la mayoría de los osos de la zona.

La vida aquí es maravillosa cuando la descubres a través de agencias especializadas en hoteles con encanto. Las fotos son preciosas. Y además, Photoshop te permite suavizar el estiércol y sustituir las serpientes venenosas por ardillitas. Pero sobre el terreno las cosas son diferentes. Los mosquitos pican. Siempre hace demasiado frío o calor. Y la pocilga apesta a pocilga. El cerdo es el único animal que huele peor vivo que muerto.

Fredi prohíbe cualquier maquinaria moderna. Los trabajos de campo realizados de forma artesanal resultan románticos durante los cinco primeros minutos. Después, el sudor, las picaduras, los callos en las manos, los pinzamientos en la espalda, y con bastante frecuencia, las heridas mortales causadas por el uso inadecuado de guadañas. Me asombra que haya gente que disfrute de esto en vacaciones, pero supongo que también hay tipos que acuden voluntariamente a ver películas de Jim Carrey.

Anoche ordeñamos vacas para el desayuno. Tres de las chicas que habían estado cortando leña mientras conseguíamos leche se negaron a desayunar, a pesar de que tuvimos el detalle de hervirla. Los alemanes no lo hicieron y se han trasladado a vivir al cuarto de baño. A Fredi le viene genial porque eso supone dos habitaciones libres en pleno puente.

Hemos pasado la mañana realizando tareas de campo. Es lo que incluye el pack turístico “conviértete en un auténtico agricultor medieval”. Una experiencia que hace perder los sentidos a las niñas bien del Barrio de Salamanca, que luego se pasan el día buscando la etiqueta de Bershka a los murciélagos que cuelgan del techo de la habitación. Pero a mí me ha parecido todo bastante pobre. Y por lo que he podido hablar con los lugareños, desconcertante.

Los campesinos de aquí no entienden que alguien abandone su despacho en la gran ciudad, y haga cientos de kilómetros para disfrazarse de arbusto y pasarse el día arando bajo el sol y sin agua potable. Hasta ellos mismos tienen agua y cerveza fría en la nevera, se han comprado tractores con tecnología superior a la de muchos cohetes de la NASA, y se han ido desprendiendo de casi todas las labores que exigen demasiado esfuerzo físico.

La operación de cortarle el pelo a la finca con ayuda de un cortacéspedes –una de las pocas concesiones a la electrónica que permite Fredi- supone el final a mi experiencia periodística incrustado entre turistas rurales. Tengo restos de picadillo verde hasta en las orejas, todos los insectos a los que he segado su hogar han decidido inyectarme sus venenos en diferentes partes del cuerpo, y estoy seguro de que el tipo que inventó esta máquina la utiliza para su jardín, y no para un terreno irregular, sembrado de rocas y árboles como este. Y agradezco al ingeniero que la máquina avance sola cuando aprietas la palanca, pero lo hace a tal velocidad que te obliga a correr detrás de ella conteniendo su ansia, como quien saca a pasear a un tigre por una carnicería. No tenía tanto dolor de piernas desde que fui corresponsal de guerra, enviado especial a una clase de Pilates.