El mal carácter

Esta columna de Itxu Díaz fue publicada originalmente en la revista Época el  21 de abril de 2013. Ilustración: Íñigo Navarro.

Hay dos tipos de personas. Los que tenemos mal carácter, y los idiotas que sólo merecen ser abofeteados hasta el amanecer y arrojados después a un pozo de serpientes. El mal carácter tiene pésima fama y no es justo. En realidad, no es para tanto. Es peor, por ejemplo, la alitosis, que es una patología del intelecto que consiste en no saber que halitosis se escribe con hache. Casi todas las personas sacan a pasear su mal carácter en esta época. Por eso la primavera es un momento genial para abandonar España. Porque el español medio ya es de sangre caliente en invierno. No quiero ni contarles cómo se pone en abril.

Mantengo desde hace años que el refranero está lleno de tonterías. Así que no esperen de mí esa obviedad de que la primavera la sangre altera. El hecho de que la sangre se altere o esté tranquila no constituye una explicación científica sobre el nacimiento de la ira. En rigor, nada importante puede explicarse a través de una rima, por muy redonda que sea.

Todos los años, la misma historia. De la noche a la mañana, el calor salvaje. Y la explosión de las flores. El cambio de horario. El insomnio. El desconcierto se prolonga hasta que llega el día, el gran día. Y ese día, sabes que ha llegado la primavera. Lo sabes porque te sorprendes a ti mismo agarrando de las solapas a un camarero porque el café no está en su punto de temperatura ideal. Hay camareros geniales y hay camareros que merecen ser agarrados por las solapas. Pero la temperatura del café sólo puede ser el origen de una reyerta en esta extraña estación del año. Y esto debería llevarnos a una sesuda reflexión: ¿por qué agarrarlo por las solapas cuando puedes tirarle la taza de café a la cabeza? A veces canalizamos mal nuestra furia. Incluso para encabronarse hay que tener un cierto estilo.

Casi todo el mundo cree que tiene razones para enfadarse por cualquier cosa en cualquier momento. Yo mismo las tengo. Esta mañana he amenazado de muerte a un gorrión por piar demasiado alto en el jardín a la hora de mi paseo matutino. Y confieso que lo del paseo matutino es una de estas cosas que nos gusta decir a los columnistas para hacernos los interesantes; que mi único paseo matutino es el que va de la cama a la ducha. Y más que un paseo al alba es una dolorosa peregrinación a cuatro patas de la que espero desprenderme tan pronto como bajen la edad de jubilación a los 30 años.

Ningún estallido de furia está justificado, por más que nos empeñemos en que es razonable ir abroncando a los demás. Si nos ponemos así, todos tenemos motivos de sobra para estar encolerizados con el resto del mundo. Por eso mi consejo es que esta primavera nos retiremos la palabra todos con todos para siempre. Es mejor eso que sembrar la duda de que podemos llevarnos bien, cuando es evidente que se trata de una quimera. Si asumimos que nos odiamos, el enfado carece de sentido, y así evitaremos el verdadero mal trago, que no es el enojo, sino la discusión.

El enfado primaveral puede ser gradual o explosivo. Me molesta mucho la gente que se enfada poco a poco porque te tiene expectante durante mucho rato para terminar a gritos. En general me molesta la gente que grita. Creo que los tipos que alzan la voz cuando se enfadan deberían vivir en el zoo, pero no junto a los monos, sino junto a los leones. Ese talento para berrear no puede quedar oculto, reducido al ámbito doméstico o laboral. Al zoo. Los niños serían felices con el espectáculo. Y los leones estarían encantados de comerse a unos pesados que se pasan la vida vociferando y con el pelmazo dando. Acierta esta vez el refranero. El que no sé si acierta con el refrán soy yo.

La primavera es también tiempo de pasiones. Muchas parejas se hacen y deshacen en estos días. Y la razón es sólo una: el polen. Yo creo que todo está en el polen. Todos somos polen en la medida en que aspiramos polen, lo exhalamos, y lo removemos al pasear por la calle. Si esta bobada la hubiera escrito algún filósofo presocrático la estaríamos estudiando en el bachillerato, o como se llame ahora la cosa esa en la que los niños aprenden que hay que ser buenos ciudadanos, amar a los animales, y acudir cada semana a la logia. Pero como la he escrito yo, no pasará a la historia.

Las discusiones deberían desaparecer. Mi opinión es que dos hombres no deben discutir nunca. Dos adultos que discuten resultan cargantes y ridículos. Las discusiones entre varones deben acabar de inmediato en un reto a vida o muerte, o en la barra del bar. Cualquier otro punto intermedio, al pecado de la ira, añade la falta de caridad con el prójimo. Que los demás no merecen soportar a dos pesados discutiendo en público.

Con todo, lo peor del enfado no es la discusión, sino la reincidencia. La ira es un tropiezo asumible. A cualquiera puede arrasarle el huracán de la furia. Lo inadmisible es el rencor. El rencor es la ira congelada, etiquetada, y guardada meticulosamente en la nevera de la memoria. El rencor agota. El rencor es muy cansado. Yo nunca he sido rencoroso. Todavía me acuerdo del idiota que me lo discutió una vez en el colegio, en mayo de 1987. Recuerdo sus palabras con exactitud: “eres un maldito rencoroso”. Lo negué hasta el infinito, pero ni caso. Lo pienso y todavía me cabreo. Sólo un gafotas medio bobo que acababa de robarme un lápiz seis meses antes podía acusarme de algo así. Estoy deseando cruzarme con él para zanjar aquel enfrentamiento y pedirle que me devuelva el lápiz. Si me estás leyendo, prepárate. Ladrón. Más que ladrón. Pirata. Cleptómano.

Disculpen. Son días muy raros. Hace tiempo de playa pero hay más trabajo que nunca. Los fines de semana te vas al campo, haces una barbacoa, y antes de que te dé tiempo a pegarle el primer mordisco al chorizo ya tienes encima a los agentes medioambientales acusándote de atentado contra el ecosistema. Que la última vez que me ocurrió les dije que aquello era una barbacoa y no una cabeza nuclear. Pero no hubo manera. Y ya, si sales a pasear, comprobarás que en abril es posible quemarse al sol y empaparse bajo la lluvia al mismo tiempo. Supongo que estos cambios meteorológicos nos ponen los nervios a flor de piel, que es una metáfora que debería estar en refranero español, por estúpida y por carecer de sentido, si tenemos en cuenta que ni las flores tienen piel, ni la piel tiene flores.

Tiene injusta mala fama la primavera, como injusto es también todo lo que se dice del llamado mal carácter, que no es para tanto. La gente con mal carácter suele tener mucho talento, gran valía profesional, un buen gusto prodigioso, y una belleza deslumbrante. Y al que me lo discuta le parto la cabeza.