La declaración de guerra de París

Una versión extendida de esta columna de Itxu Díaz fue publicada originalmente en La Región el 15 de noviembre de 2015. Ilustración: Íñigo Navarro. 

Nuestros abuelos vivieron la guerra. Padecieron la guerra. Hicieron la guerra. Este siglo tan soberbio los ha juzgado con dureza, del mismo modo que miramos con desdén y aires de superioridad a quienes están luchando estos días. Qué ligeros los juicios sobre las guerras de nuestro tiempo. Qué fáciles y vanos los discursos de la paz por la paz. Pero se ha roto la ecuación del pensamiento posmoderno. Se ha quebrado en París, de la manera más dolorosa y cruel. Estamos en guerra. Y toda esa sangre derramada no será estéril.

Piden las autoridades francesas que se mantenga la vida normal después del viernes de sangre. Que las grandes capitales mantengan su ritmo, sus planes, su bullicio habitual. Quieren que sea esa la respuesta al terrorismo. Ante el odio y la sinrazón, la serenidad y la paz. Dicen que el triunfo del terrorismo sería el miedo en la calle. Pero quizá tengamos que dejar de hablar de terrorismo y de medir los hechos bajo esos parámetros y empezar a llamarlo guerra. Sería el comienzo de una transformación urgente y necesaria que va a producirse con o sin la colaboración de los líderes de Occidente: la de defenderse militarmente del islamismo.

Europa en guerra. Occidente en guerra. Y como bien ha señalado el papa Francisco, esto es un capítulo más de la presente Tercera Guerra Mundial. Es tiempo de grandeza entre los líderes. Días de héroes. Días de convicciones. La guerra ha de librarse en el campo de batalla, naturalmente, pero también en la esfera ideológica. El Viejo Continente necesita presentar una alternativa sólida a sus pueblos al radicalismo islamista. No llega con las urnas, con la palabrería, y por supuesto, resulta tan emocionante como estúpido hablar hoy de libertad, igualdad y fraternidad, sustento vacío para ideas vacías. Nada. Palabras.

La identidad de España, de Francia, de Estados Unidos, de Occidente, esta por encima de toda batallita política contemporánea, y tiene que volver a sustentarse sobre la base de la tradición, la libertad, y el cristianismo, al que alocadamente se renunció en aquella Constitución Europea, solo para contentar a los visitadores de ciertas logias. Quien logre alzar el vuelo sobre el barro político y armar un discurso de guerra, en defensa de la libertad y la unidad de Occidente habrá dado un paso de gigante para vencer en la contienda. Mientras los europeos sigan más preocupados de si tildar de “islamistas” los atentados puede o no considerarse racismo, los terroristas seguirán felices haciendo lo suyo, aniquilarnos.

Tal vez falten en nuestros mandatarios europeos carismas para una empresa tan grande y urgente. Pero son los que nos ha dado la Historia, a esta hora terrorífica, y no queda más remedio que cerrar filas a sus espaldas, y llevarlos si es necesario en volandas hasta el mismo campo de batalla. Estos líderes, junto al resto de líderes occidentales, tienen que hacer la guerra contra, deben declarar la guerra.

No vienen tiempos bonitos. Ninguna guerra lo es. Aunque a veces, emociona ver la respuesta de la calle en los peores momentos: la grandeza de los parisinos ayer pasará a la historia. Su generosidad, su serenidad, sus improvisados gestos de ayuda y colaboración, obligan a los gobernantes a estar a la altura de su dignidad. Al pueblo le tocará sufrir. Occidente tendrá que asumir lo peor, lo que nuestra ficticia sociedad del bienestar detesta admitir: que habrá muertos, que llegarán cadáveres de allá donde hagamos la guerra. Y serán héroes. No hay otra manera de hacerlo.

Por supuesto, queda por resolver el problema de cómo defenderse de la amenaza constante, en Madrid, en Roma, en París, y cómo afrontar al tiempo una guerra en países que han hecho de la desmilitarización su bandera. Que este siglo tan vanidoso estaba convencido de que ya no vería guerras en sus calles. Por desgracia, necesitamos más que nunca militares, inversión en Defensa, y un pacto de Estado que permita a los líderes políticos hablar de la guerra abiertamente, con la seguridad de que ningún irresponsable utilizará ese diálogo o esas declaraciones para arañar un puñado de votos.

Naciones fuertes. A quienes claman hoy por la separación les corresponde, en un último gesto de dignidad, guardar el debate para otro momento. Hoy no se necesitan más divisiones, sino todo lo contrario. Urge la fortaleza de la unidad de Occidente para acabar de una vez por todas con el adversario, el enemigo, el mal, que es el terrorismo islámico. La única alternativa es que el terrorismo islámico acabe con nosotros.

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