Diario Coronavírico: DÍA 9, los fracasados intentos de estarme quieto

Estoy tan aburrido que me he pasado la mañana rompiendo bombillas por casa con un martillo, por tener algo que arreglar. Después he cogido la escalera y he dedicado dos horas a reponerlas, maldiciendo al autor del destrozo. Yo me había propuesto completar mil tareas estos días, esas que nunca te da tiempo a hacer durante la temporada de fútbol, pero con tantos destrozos domésticos es imposible. Mantener una casa es difícil. Pero mantener una casa con un tío dentro sin nada que hacer es misión imposible. Es inevitable. Los hombres nos movemos, saltamos, aullamos, chocamos con cosas, mordemos donde no debemos hacerlo, y jugamos con los interruptores de la luz hasta que saltan chispas.

El hombre es un animal inquieto. No estoy descubriendo nada. En las cavernas, los prehistóricos salieron a cazar fuera porque sus mujeres les suplicaron que abandonaran la cueva de una maldita vez, para que les diera el aire. Lo único que hicieron fue trasladar su juego. En casa lanzaban flechas sobre manzanas. En el exterior, consideraron más divertido hacerlo contra cosas en movimiento. Así descubrieron la diversión que proporciona perseguir por la selva a un mamut y alcanzarlo con flechas en los confines del bosque. Una vez allí, muerto el animal, les entró hambre por el esfuerzo realizado, y probaron a comérselo. Pero en los planes masculinos prehistóricos jamás estuvo el concepto que hoy tenemos de “salir a hacer la compra”. Fue un accidente.



Es también la inquietud lo que llevó al hombre a inventar el tam-tam, que más tarde empleó para comunicarse con el resto de su manada desde la selva. Un toque fuerte significaba “estoy cazando”, dos toques significaba “estoy regresando”, cinco toques se traducía por “he cazado algo grande”, y un toque muy, muy suavecito significaba “sírveme el último whisky, que ya me voy a casa”.

Pienso en todo esto para justificar mi propia inquietud, compartida ahora con tantos compatriotas. En estos días de encierro, hay cierta obsesión con estar activos. Y hay cierta obsesión con las clases deportivas. Hoy mismo he salido al balcón a hacer unas flexiones, y en diez minutos se han puesto todos los vecinos de los seis edificios del barrio a imitar mis ejercicios. Esta frenética actividad le ha provocado un calambre descomunal al hombre del patio trasero, entrado en años y en carnes a partes iguales. Ha habido un momento de temor colectivo, cuando lo hemos visto entregado a la causa, ataviado con calzones y camiseta blanca de tiras.

El calambre, de órdago. Primero se ha puesto tieso, las manos al costado, al instante ha salido impelido en dirección al cielo, y finalmente se ha desmoronado en una suerte de rigor mortis pero sin mortis, quedando tendido boca abajo, exactamente como el somormujo cuando está a punto de cortejar a la somormuja, y comunicándose con nosotros mediante el noble arte del exabrupto.

El vecindario es estos días como una familia. No han tardado nada en reaccionar. El del sexto, que tiene un cuñado que es médico, le ha diagnosticado a seis plantas de distancia, en un ejercicio de heroica profesionalidad: “¡Tú lo que necesitas es marcarte una visita al taller, colega!”. La del séptimo, que tiene una hermana veterinaria, también ha salido en su ayuda, demostrando que el confinamiento nos está haciendo mejores personas, si bien no necesariamente mejores comunicadores: “¡pon el hocico ladeado, con la trufa hacia el norte!”. Entonces ha salido el del primero, que si es más bruto nace yunque: “Manolo, mantente en posición decúbito porno!”. El señor del quinto, alarmado por esta última indicación, se ha limitado a hacer un juicio moral sobre la situación: “¡qué escándalo!”. Y finalmente ha aparecido el intelectual del segundo, aclarando el malentendido: “¡el del primero ha querido decir decúbito PRONO!”.

Nuestro paciente no tiene ni idea de cuál es esa posición y, a juzgar por las menciones a los muertos de todos los reyes godos, estimo que no parece interesado en descubrirlo. Por mi parte, he lanzado una cajita de tiritas al herido y me he ido a la ducha silbando la sintonía del Príncipe Bel Air. Al del calambre le llamamos Tío Phil, pero solo cuando no mira. O sea cuando está decúbito prono sin saberlo.



En medio de la crisis del coronavirus Itxu Díaz ofrece en abierto este Diario Coronavírico repleto de humor y crónicas de actualidad.