Todo esto ha ocurrido antes, tribuna de Itxu Díaz en The Daily Caller

A continuación reproducimos en español el artículo de Itxu Díaz publicado por The Daily Caller el 6 de abril de 2020.

Anochece entre un fuerte olor a humo. Nadie puede entrar ni salir de casa. Toda la familia está confinada dentro. La sirvienta del hogar ha contraído el virus. Está aislada en la buhardilla. Hay un guardia vigilando la puerta. Sobre la fachada alguien ha pintado una cruz roja. La ciudad está asediada por el mismo virus. Los que pudieron, huyeron al campo antes de que las autoridades bloquearan la salida de la ciudad. Cada noche un camión repleto de cuerpos recorre todos los barrios. Las familias entierran así a sus muertos, arrojándolos al montón de cadáveres. En los cementerios ya no cabe nadie. No es marzo de 2020. No es la ciudad italiana de Bérgamo. Es Londres. Es 1664.



Los ingleses que fueron testigos de la Gran Plaga sabían que no era la primera vez que se vivía algo así. La peste negra de la Edad Media aún se estudiaba en los colegios. Había matado al 60% de la población de Europa. Sé que nuestra generación necesita sentir siempre que lo está inaugurando todo, incluido el drama, pero nuestros antepasados vivieron pandemias peores que la del coronavirus y con menos medios.

La historia se repite. En la Edad Media la peste negra se extendió desde China o Asia central. He comprobado que incluso los historiadores más antiguos que niegan que la peste negra surgiera en China, aducen que es importante “evitar la xenofobia”. Esto demuestra la sólida contumacia del idiota a través de los siglos. La peste negra medieval reaparece cada poco tiempo en Asia. En 2019, en Mongolia, una pareja murió de peste negra después de comer riñón y vesícula de marmota cruda, un bicho conocido por ser habitual transmisor de la enfermedad. Tuvieron que poner a toda la región en cuarentena. Entonces las autoridades de Mongolia y China pidieron tímidamente que se evitara comer carne de marmota cruda. Supongo que Phill respiró aliviada en Pensilvania. No por mucho tiempo. Todavía hoy un alto porcentaje de los chinos siguen considerando la ingesta de animales salvajes una seña de identidad.

Fue el comunismo el que llegó demasiado lejos innovando en la cocina. La afición a comer animales exóticos comenzó en la Gran Hambruna. Cuando en 1958 Mao decidió que los gorriones comían demasiados cereales, ordenó matarlos a todos. Pero el resultado fue la invasión de langostas y otras plagas y millones de muertes por desnutrición. Mao dijo entonces a los chinos que se alimentaran con lo que tuvieran a mano. Así, los  pobres chinos optaron por comerse todo tipo de animales pintorescos para sobrevivir. Lástima que no pudieron comerse a Mao.

Siete siglos antes de la pandemia del coronavirus, la expansión de la peste por Europa comenzó con la primera guerra biológica de la historia. Fue en 1347. La hicieron los mongoles de forma, digamos, artesanal. Asediaban a los cristianos de la ciudad genovesa de Caffa –hoy es Feodosia-. La peste negra estaba causando estragos entre las tropas mongolas. En los barcos tenían ya más cadáveres que soldados. Por eso optaron por la opción biológica. Cargaron las catapultas con cadáveres y las dispararon por encima de las murallas hacia el interior, con la intención de que contagiaran la peste en el enemigo. Ciertamente, desconocían si la peste negra se transmitía por el contacto con un cadáver. De modo que supongo que en su plan de lanzar a sus propios muertos contra Caffa había más fe en matar al enemigo por golpeo seco con cadáver mongol sobre la cabeza, que en su pericia en el asunto de la guerra biológica. Sea como sea, no lograron tomar Caffa, pero sí diezmar la ciudad y contagiarse a sí mismos. Los genoveses supervivientes huyeron de Caffa hacia sus puertos italianos y en el trayecto portaron la enfermedad. Si por suerte no la habían contraído antes, la cogieron por las pulgas de las ratas infectadas.



Estos días todos tenemos la impresión de que tras la pandemia del coronavirus el mundo no será igual. Por eso resulta reconfortante ver que después de cada epidemia histórica, con todo su dolor –el sufrimiento humano no cambia a través de los siglos-, se alzó otro mundo y no el Fin del Mundo.

Los cronistas de la Venecia o de la Florencia medieval nos lo han dejado escrito. Las relaciones humanas desaparecieron durante la peste. A falta de TikTok, las familias hacían cosas muy locas, como sentarse a charlar alrededor del fuego y contar viejas historias de sus antepasados.

Muchas familias tuvieron que separarse, aislaron a sus enfermos, los dejaron moribundos, huyeron de las ciudades, los que pudieron permitírselo. Venezia fue pionera en prohibir la entrada de extranjeros a la ciudad. Desconozco si algún periodista llamó xenófobo al gobernante veneciano como hicieron con Trump cuando cerró el tráfico con China. Milán construyó un cordón sanitario. Improvisaron medidas como nosotros estamos improvisando medidas. Algunas estúpidas, otras eficaces. Si en esta crisis del coronavirus miles de chinos bebieron inútilmente bilis de oso para curarse del COVID-19 –tal vez pretendían matar de asco al virus-, en la peste negra muchos enfermos tuvieron que soportar a curanderos poniéndoles sapos vivos sobre los característicos bubones que la enfermedad provocaba en su piel.

En Inglaterra, el monje medieval William Dene dejó escrito su escalofriante relato de la llegada de la peste negra a la ciudad. Ante el colapso de los cementerios, los ciudadanos improvisaron fosas comunes a la entrada de las iglesias. El olor hediondo de la muerte lo impregnaba todo y arrastraba a muchas personas a la locura. Los cronistas recogen historias aterradoras. Trataban de desinfectar las cosas quemándolas, las casas, los objetos, los cadáveres, y a veces, a los propios enfermos.

La peste dejó tal escasez de mano de obra que la alta sociedad se vio obligada a trillar su maíz, arar su tierra y hacer su pan, tal y como reflejan los simpáticos grabados de la época. William Dene, que no estaba en condiciones de dejarse llevar por el optimismo, concluye su relato diciendo que todo el mundo pasó a estar de mal humor para siempre, que nadie obedecía a nadie, y que la mayoría se entregaron a los malos hábitos, el vicio y la depravación. Sería interesante encontrar un punto intermedio entre Dene y el otro célebre cronista londinense, Samuel Pepys, que ante la llegada del epidemia envió a su esposa a Greenwich y él su fue a Woolwich, y aprovechó la circunstancia para dedicarse a las holganzas propias del animal libre. Con cierta desfachatez, dejó escrito: “Nunca he vivido tan felizmente como lo he hecho en este tiempo de plaga”.

Durante la peste de 1665, también los escolares y los universitarios fueron enviados a casa. Fue durante ese tiempo de homeschooling cuando Isaac Newton vivió en su jardín la novelada historia del manzano, el manzanazo en la cabeza, la reflexión científica, y la ley de la gravedad. Tal vez esta pandemia sea una buena ocasión para que todo niño busque su propio manzano. Mejor si lo hace con casco.



Quizá nos sorprenda también estos días encontrar a personas que no cumplen las normas de la separación social. Tampoco los medievales creyeron la amenaza y mientras llegaban las primeras muertes a cada ciudad, llenaban las tabernas y se burlaban de las noticias que llegaban desde lejos. También estos días en Europa hay ciudadanos que desafían a la autoridad. Esto me recuerda a una joven detenida esta semana en España por desobediencia a las normas y a la autoridad, a los que además trató de agredir con penosas tentativas. Delicadamente esposada por los militares que ayudan estos días a la policía, pidió a su amiga que lo grabase todo y amenazó a los soldados: “¡Os estoy grabando con el móvil y voy a subir a Instagram este abuso!”. La profesionalidad de los militares se demuestra en estas situaciones, cuando son capaces de contener un gran ataque de risa.  Simplemente se la llevaron al cuartel rogándole “por favor” que intentara tranquilizarse mientras ella, cuya mayor hazaña en la vida fue olvidar su contraseña de Instagram, trataba de golpearlos con su bolso de Louis Vuitton.

En A Journal of the Plague Year, Daniel Defoe relata cómo durante la peste, los que aún bebían en las tabernas, solían reírse de los lamentos de quienes venían de enterrar a sus familiares. También cuenta que, ante el confinamiento, muchos prefirieron ocultar su enfermedad para poder seguir divirtiéndose en la calle, como esos estúpidos runners de hoy que se saltan la prohibición para hacer deporte porque “lo necesitan”. Mi preferido es un instagramer de Canarias que se fue esta semana a la playa y lo retransmitió en Instagram chuleándose: “Ustedes llegarán gordos y blancos al verano y yo morenito y fuerte; es lo que hay”. Lo han detenido esta mañana. Una lástima. Llegará blanco y delgaducho al verano. Tal vez Wodehouse estaba pensando en este tipo de personas cuando escribió: “He had just about enough intelligence to open his mouth when he wanted to eat, but certainly no more”.



Otra similitud con nuestra actual pandemia es que los europeos medievales tuvieron que hacer frente a dos peligros: la peste y el miedo. Las fake news viajaban más despacio antes de Twitter pero también sus desmentidos tardaban más. Así, muchos enfermos murieron entre desagradables sangrías, o tras ingerir brebajes de hierbas y piedras preciosas, con algún extraño propósito. Era frecuente el uso de plantas aromáticas y el fuego purificador porque entonces se creía que el principal contagio se producía por los vapores de la peste. Por eso los llamados médicos de la peste llevaban una vestimenta con una máscara de larga nariz en forma de pico, “rellena de perfume”, según la Encyclopedia of Infectious Diseases de John Wiley.

Se extendió por Florencia el rumor de que la peste la transmitían los perros y los gatos. Así que los mataron a todos. Problema: eso dejó vía libre a los jodidos ratones, que eran los verdaderos transmisores de la peste, con la inestimable ayuda de sus pulgas; que yo imagino que la última desgracia de la cadena animal debe ser, a la desgracia de ser pulga, sumarle la humillación de ser pulga de una rata. No me preguntes por qué Noé decidió subirlas una especie así al arca. Era cuestión de tiempo que terminaran arruinándolo todo.

A la peste negra de 1348 le siguió una profunda crisis demográfica que lastró la economía. Los trabajadores supervivientes vieron como ascendían sus salarios, pero a largo plazo la única salida a la crisis era promocionar un aumento de la natalidad y de la inmigración. Lo segundo fue más costoso porque las ciudades medievales no se caracterizaban por ser amables con los extranjeros. Lo primero, en cambio, resultó más fácil porque al término de la peste millones de personas llevaban demasiado tiempo sin mantener relaciones sexuales.

Recordemos que en algunos lugares había altas multas por fornicación, mientras que en otros, según ha documentado David Herlihy, los médicos decían que el aumento de temperatura corporal propio de las relaciones sexuales favorecía a la peste. A pesar de las advertencias, en algunas zonas las orgías compartían espacio con los cadáveres de los cementerios, en una repugnante depravación. Dice Herlihy que lo hacían “para celebrar la victoria sobre la muerte” pero personalmente me siento más identificado con la gente normal que esperó a que pasara la peste para fornicar, y lo hizo en su casa.



En líneas generales, la literatura de la época sugiere que la postura moral ante la peste fue extrema: quienes se volvieron mucho más piadosos y quienes se entregaron por completo a los placeres del mundo. Es lo mismo que vemos nosotros hoy: lo mejor y lo peor del ser humano saliendo a flote.

Cuando la peste negra terminó, llegó el baby-boom, y muchos matrimonios producidos entre jóvenes viudos y viudas. En el siglo XV la población comenzó a crecer, la economía también, y muchas de las guerras del siglo pasado se esfumaron. La falta de trabajadores afiló el ingenio de los hombres del campo, que idearon nuevas tecnologías, ampliando la producción, mejorando la alimentación –y por tanto la resistencia e inmunidad ante los rebrotes-, y reabriendo infraestructuras, campos, y vías comerciales que habían permanecido abandonados durante décadas. En el cómputo del siglo la población igualó e incluso superó en algunas zonas a la que había antes de extenderse la peste negra.

Los modos de vida cambiaron. La muerte comenzó a vivirse como una realidad presente. Mucha gente huyó a las ciudades porque, aunque estaban más contaminadas, era más fácil encontrar ayuda económica y alimentos. Y a la vez, muchas personas de clase alta abandonaron las ciudades infectadas para instalarse en el campo. Quienes no pudieron escapar fueron los musulmanes. Mientras los cristianos trataban de poner facilidades a Dios para que les librase de la muerte en la epidemia, los musulmanes creían que la peste era un martirio concedido a los fieles y un castigo contra los infieles. No tenían permitido huir de la peste y no creían en el contagio, sino que cada infección era un envío divino.

Por su parte, bajo el influjo del cristianismo, muchos voluntarios, sacerdotes, frailes y monjas se afanaron en el cuidado de enfermos desahuciados, al igual que hemos visto estos días en tantos lugares del mundo. Eso dejó también los monasterios y conventos medievales bajo mínimos pero, probablemente, provocó overbooking en el Cielo. Exactamente como ahora. Tal vez porque, como nos enseñó Chesterton, «los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones del hombre».

Lee aquí el artículo original en The Daily Caller.