Diario Coronavírico: DÍA 3, el aburrimiento nos puede matar

El salón mide nueve pasos. El pasillo, siete. La cocina, cinco. Mi habitación, cuatro. El baño, dos. Hay treinta y dos baldosas en el baño. Catorce tiradores en el salón. Seis lamparones en el techo de la cocina. Y 30.219 plumas dentro de mi almohada. Finalmente, el grifo del lavabo gotea una vez cada 3 minutos y 26 segundos, el vecino de arriba hace pis cada siete horas, y hoy han cruzado por delante de mi ventana 348 palomas. Si el tedio se prolonga mucho tiempo, acabaré siendo Rainman.

Para animar la cosa me he puesto una peluca de colores, y he pinchado Paquito el chocolatero a todo volumen por el patio de luces. La lluvia de pinzas y menciones anticonstitucionales a mi madre ha sido espectacular. Pandilla de muermos. Al principio no he entendido el enfado de los vecinos. Después he visto que eran las cuatro de la madrugada. Con esto del aislamiento domiciliario tengo los horarios un poco cambiados. Lo he confirmado hoy, nada más meterme en la boca un bocado de lacón  con grelos, cuando han dicho en la radio “Buenos días, España, son las siete y un minuto de la mañana”.



Esta mañana he recibido una llamada. Hemos estado hablando unas tres horas. Se había confundido de teléfono. Me ha dicho que se llama Jorge Pérez. El ser humano tiene necesidad de hablar. Esto es así. Es más. Estoy tan desesperado por hablar con alguien que le he cogido el teléfono al idiota que llama todos los días del año a la hora de la siesta para que cambie de compañía telefónica. Tiene una niña de seis años con dificultades para pronunciar la erre. Su mujer se ha comprado un perro. Desde hace dos meses, ella duerme con el perro en su cama de matrimonio, y mi amigo, el vendedor telefónico, en la caseta. Lo que peor lleva es lo de alimentarse de huesos. Me ha explicado que se le están afilando las paletas de tanto mordisquearlos para sacarles algo de chicha. Al final me he cambiado de compañía. Pero al rato ha llamado el vendedor de mi compañía telefónica anterior. Lo mismo. Media horita de charla. Su padre, con el virus, en el hospital. Él perdió un brazo de joven. Le pregunto si fue en la Guerra de Afganistán. Me dice que no, que fue en un Congreso de Comerciales. Un mordisco de la competencia. Al final he vuelto a mi antigua compañía telefónica.

Reservo la última hora del día siempre para hacer deporte. Hoy he hecho levantamiento de cajas. Según mi entrenador virtual, hay que hacer cien levantadas con la caja llena, y cien con la caja vacía. Qué cogorza, por Dios. La única caja llena que encontré por casa es la de cerveza. Mañana tendré que reponer. He oído que por razones de fuerza mayor sí que puedes salir a la calle. O sea, si tienes a un familiar moribundo, si hay un incendio en tu edificio, si te quedas sin cerveza, y cosas así.

Este confinamiento está sacando lo mejor de nosotros. Los jubilados del edificio han convocado mañana un Campeonato Mundial de Canicas en el descansillo del primer piso. Siguiendo su ejemplo, al poco rato, tres jóvenes han convocado en el descansillo del segundo un concierto de yembé y flauta travesera a beneficio de Greta Thunberg. Y, al instante, el legionario del tercero ha convocado por su parte una caza con arpón de perroflautas a la misma hora. Todavía hay esperanza. España es una gran nación.



En medio de la crisis del coronavirus Itxu Díaz ofrece en abierto este Diario Coronavírico repleto de humor y crónicas de actualidad.