Diario Coronavírico: DÍA 7, he bajado a la farmacia

Tras pasar toda la noche en vela pensando el plan, finalmente he salido de casa a las nueve y un minuto, con abrigo largo, botas de pescador, un impermeable, un gorro de piscina bajo un ushanka moscovita, unas gafas de bucear, guantes de látex, guantes de lana, tres manoplas ignífugas –una la llevo en la nariz-, y seis capas de calzoncillos. Todo esto mojado en gel hidroalcohólico. Destino: la farmacia. Estaba tan nervioso que he olvidado abrir la puerta del portal y el golpe se ha escuchado en la Estación Espacial Internacional. Mi exabrupto, aún más fuerte, se ha percibido con total nitidez en Wuhan y en un perfecto chino. Era un plan sin fisuras. Lo que tiene fisuras es mi tabique nasal.

La calle está vacía como en un apocalipsis zombie, y esto debe cogerse con reservas, porque no he sido testigo hasta el momento de ningún apocalipsis zombie, si exceptuamos la Nochevieja de 1999, cuando íbamos a morir devorados por nuestros propios electrodomésticos y, finalmente, lo más peligroso en mi edificio fue la cogorza del vecino del sexto, que hubo que reducirlo como a un gremlin, amenazándolo con una ducha de agua fría.



Camino con la máxima precaución. Paso largo y firme. Se trata de minimizar el contacto con el suelo. La idea era no respirar durante todo el trayecto pero un semáforo se ha puesto en rojo y he empezado a marearme, así que he optado por hacer una única respiración pero muy, muy profunda, para evitar la asfixia. La razón es fácil de entender, he estado pensando en esto toda la maldita noche: he calculado que si respiro una sola vez el aire de la calle es menos probable comerme el virus que si lo hago mil veces. Por otra parte, asumo el riesgo: al respirar una vez tan a fondo, de entrarme el coronavirus, es seguro que anidará en la base del pulmón, instalándose definitivamente, es decir, comprando el terreno y edificando casa con piscina con vistas al intestino grueso, a tiro de piedra de casi todos los órganos vitales y a cinco minutos en arteria del centro del organismo. Es decir, si me contagio por culpa de este gran resuello me iré al otro barrio en directo y sin pasar por la casilla de salida, incluso antes de que me dé tiempo a engullir el próximo somnífero. Pero… nadie dijo que fuera fácil. Valor.

He elegido la única farmacia del barrio que tiene puerta automática para evitar contacto digital con el enemigo número uno: el pomo. De modo que me he pasado un buen rato en la puerta, bailando flamenco frente a una célula de detección de movimiento que funciona siempre y en todo lugar, salvo cuando detecta a un imbécil en apuros vestido de hombre-rana. Al fin, la señorita farmacéutica y su sonrisa de dentífrico han venido a socorrerme, dejando en evidencia que, para la célula fotoeléctrica, ella lo es todo y yo no soy nadie.

Una vez dentro de la farmacia me he situado a una distancia prudencial de la farmacéutica. Tanto que, por un instante, entre los seis metros de separación que he dejado y el peculiar atuendo que porto, me ha preguntado con cara de pánico si aquello era un atraco. Le he dicho que no, pero que de todos modos deslice suavemente el paquete de somníferos metido en una bolsa, y que lo golpee con el pie alejándolo de su posición. Para facilitar la comunicación, he terminado cada instrucción con un lacónico “CAMBIO”, algo que a ella le ha parecido muy oportuno, porque ha incluido idéntica coletilla al término de cada una de sus comunicaciones.

Sin embargo, nunca puedes bajar la guardia. A la hora de pagar, la chica ha intentado que hagamos un intercambio digital, es decir, que toquemos las mismas monedas arruinando todas mis precauciones, en una nueva demostración de por qué la raza humana se extinguirá sola. Por suerte, lo tenía previsto. Así que he desenfundado un avioncito de papel construido anoche en casa con un billete de cien euros. Agazapado tras el estante de los supositorios, se lo he lanzado articulando el brazo como catapulta, y he salido corriendo. Ya, desde fuera de la farmacia, le he gritado: “¡quédate con la vuelta! Te veré cuando todo esto acabe”. La farmacéutica se ha llevado el billete al pecho, lo ha besado –“hola, soy COVID-19, tengo algo que decirte”-, y ha gemido penosamente, musitando: “cuando todo esto acabe, Señor Butler”. Yo he vuelto a asomarme y he añadido: “sí, señorita O’Hara. Cuando todo esto acabe”. Mirando sus ojos, me he llevado la mano levemente al ala de mi ushanka moscovita, me he tapado con todos mis trajes especiales y, en un gesto veloz, he montado el caballo y he salido galopando hacia casa, con la cajita del medicamento entre los dientes, a través de una densa y oscura tormenta de arena.



En medio de la crisis del coronavirus Itxu Díaz ofrece en abierto este Diario Coronavírico repleto de humor y crónicas de actualidad.