Dios no estaba tan muerto, lo nuevo de Itxu Díaz en National Review

A continuación reproducimos en español el artículo de Itxu Díaz publicado por National Review el 11 de abril de 2020.

El sacerdote pulsa el botón y comienza a emitir la misa por Facebook Live. Se sitúa frente a la cámara e inicia las oraciones, cuando un casco virtual de diseño futurista y con lucecitas, se instala sobre su cabeza. Él prosigue con solemne piedad, ajeno a tal circunstancia pero, al instante, se le superpone un disfraz de guerrero, y unos segundos más tarde, unas gafas y un sombrero como el de los Blues Brothers, mientras comienzan a llover sobre la iglesia las monedas de Super Mario Bros. Es el sacerdote don Paolo Longo de la Iglesia de San Petro y San Benedetto en la localidad de Polla, en Italia. Es 24 de marzo y es la primera vez que retransmite online. El buen hombre ha conectado accidentalmente los filtros animados. Hace muchas décadas, cuando don Paolo se ordenó sacerdote, fue instruido en el seminario sobre el III Concilio de Constantinopla, la teología patrística latina, la unión hipostática en Jesucristo y otros aspectos de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Lo que nadie le dijo entonces es que también debería aprenderse la Resta de Zuckerberg.

Don Paolo es uno de tantos miles de sacerdotes y fieles que en estos días de pandemia y templos cerrados están sufriendo una inmersión repentina en las nuevas tecnologías. Se atreven a probar todo, pensando que, a los que dieron su vida hasta el martirio durante siglos para evangelizar los lugares más hostiles del planeta, no podrá detenerlos ahora una pírrica barricada tecnológica diseñada en un sitio tan cursi como Silicon Valley. Así se está escribiendo la historia de esta cruzada digital.



No están solos en la batalla. Cuando el viernes 27 de marzo el Papa Francisco impartió de forma extraordinaria la bendición Urbi et orbi en una plaza de San Pedro desierta, muchos espectadores participaron en la ceremonia a través de los medios de comunicación. En Reino Unido certificaron más de diez millones de espectadores. En España fue la emisión más vista del mes de marzo. En el resto del mundo se han experimentado fenómenos análogos. En Francia, por ejemplo, la misa dominical por televisión está pulverizando todos los registros anteriores con más de un millón de espectadores. En Alemania los datos de audiencia están siendo históricos. Mientras que en YouTube son cientos los nuevos canales de parroquias y sacerdotes que se abren a sus fieles a través de la vía digital.

Una encuesta de Pew Reserch Center del 19 de marzo reflejó que más de la mitad de los adultos estadounidenses estaban rezando por el fin de la pandemia. Además, señala que quienes rezan a menudo lo están haciendo mayoritariamente en las últimas semanas, pero también una cuarta parte de los que no profesan ninguna fe están elevando sus plegarias a Dios contra el coronavirus.

Todo es nuevo y sorprendente para los sacerdotes como Don Paolo y para los fieles. Desde las procesiones desiertas por el interior de las iglesias, o el rezo comunitario del Rosario a través de Instagram Live, hasta la bendición con el Santísimo Sacramento desde un helicóptero, como hizo el pasado 5 de abril el arzobispo de Panamá.

El silencio era sobrecogedor en Roma mientras el Papa impartía la bendición Urbi et Orbe. Una lluvia tristísima caía sobre la plaza. La imagen del Papa Francisco, solo en la plaza de San Pedro del Vaticano, parecía reunir a toda la iglesia alrededor del pastor. Su homilía resonaba en las columnatas con fuerza. “Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido”, decía el Papa, “nos encontramos asustados y perdidos”. “Abrazar al Señor para abrazar la esperanza”, añadía, “esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza”.

La escena me recordó a otra. En 1987 el Juan Pablo II gritó literalmente a los jóvenes chilenos estas palabras que ahora parecen proféticas: “El amor vence siempre, como Cristo ha vencido. El amor ha vencido. El amor vence siempre. Aunque en ocasiones, antes sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos impotente… Cristo también parecía impotente en la cruz. ¡Dios siempre puede más!”.



En las últimas semanas ha habido un interesante debate: ¿Deben cerrarse las iglesias o, por el contrario, deben estar más abiertas que nunca? Probablemente la respuesta correcta sea: ambas. No creo que cerrar las iglesias cumpliendo las ordenanzas sanitarias sea una muestra de falta de fe. Esto también nos diferencia, porque la nuestra es una fe que complementa a la razón, sin despreciarla. Ayer vi a varios islamistas radicales en las redes sociales pidiendo a sus descerebrados yihadistas que no cumplan las medidas de confinamiento, asegurándoles que es una peste divina que solo afecta a los infieles. Escuchaba a esos clérigos islamistas exaltados y pensaba: OK, boomer, ni el FBI en estrecha colaboración con Charles Darwin habría ideado una estrategia de seguridad nacional más eficaz.

Un viejo chiste español refleja bien el punto en el que podemos encontrarnos los cristianos. Es un tipo que cae por un acantilado y a mitad de camino logra agarrarse a la rama del árbol. Se queda suspendido sobre el abismo y entonces grita: “¿hay alguien ahí?” pero solo escucha el eco de su voz. Vuelve a preguntar con voz más fuerte: “¿hay alguien ahí?”. Y entonces escucha una voz grave y serena: “Sí, hijo mío, está Dios. Sin miedo, suelta tus manos, y déjate caer al vacío, que antes de que tu cuerpo se estrelle contra el suelo mandaré 40.000 ángeles mayores, al mando de mi bien amado Arcángel San Gabriel, que batiendo sus potentes alas, vencerán la ley de la gravedad y succionando el aire, te remontarán otra vez hasta el punto de partida”. “Vale, gracias”, responde el tío, “pero HAY ALGUIEN MÁS AHÍ?”.

Al cristiano se le exige fe, pero con obras. O lo que es lo mismo: oración y sentido común. O sea, reza y pon de tu parte. Cuando San Pedro echó a andar sobre las aguas, Jesús le dijo que se mantuviera firme en la fe y siguiera caminando. No le dijo que se pusiera a dar saltos para ver si lograba desafiar el milagro de Dios, hundirse y fenecer ahogado.

Durante una reciente homilía, un sacerdote español dijo algo que me impresionó: “Muchos fieles me preguntan últimamente si el coronavirus es un castigo de Dios. Bueno, no sé… pero es más fácil que Dios muestre su infinita misericordia a los hombres que su ira. La ira de Dios… es limitada. Lo característico de Dios es su misericordia, porque es infinita”.



Por supuesto, nadie está a salvo de la angustia estos días. Me gusta el temor del hombre que se cae por barranco en el chiste porque es humano, como lo fueron las dudas de San Pedro al caminar sobre las aguas. Pero el mejor bálsamo a todo temor es Dios. Acabo de asistir a los oficios de Viernes Santo a través del canal de YouTube de Torreciudad, un santuario perdido en las montañas del noreste de España. Me sorprendió ver que cerca de 4.000 personas seguían esta emisión en vivo. Al mismo tiempo, hay miles de emisiones similares en todo el mundo. En medio del dolor y la incertidumbre, parece que muchos están regresando a Dios, probablemente porque no se ha inventado aún mejor ansiolítico que la oración.

Antes de esta pandemia, a comienzos de 2020 nuestra moderna sociedad había declarado mil veces que Dios no hacía falta, que lo podíamos todo con la ciencia, con nuestros sistemas políticos, con nuestra prosperidad. La religión dominante en el mundo era aquella que tan bien describió Leon Bloy al referirse a la modernidad: «Cada moderno lleva dentro una pequeña Iglesia infalible de la cual él es Cristo y el Papa y su gran misión es atraer al mayor número posible de feligreses». (“Chaque moderne porte en soi une petite Église infaillible dont il est le Christ et le Pontife et la grosse affaire est d’attirer le plus grand nombre possible de paroissiens.”). La soberbia que alcanzamos como sociedad solo era comparable a la de cualquier conductor.

Siento quedar como un idiota. Hace algunos años compré un coche nuevo. Uno  de esos grandes y alargados que compras, supongo, pensando en si necesitas escapar de un holocausto nuclear metiendo dentro a toda la familia, los amigos, las mascotas y la casa. Fui a recogerlo al concesionario. Estaba en un garaje tan pequeño que el coche tenía menos capacidad de movimientos que una aceituna en su lata. El tipo del concesionario se ofreció a conducirlo hasta fuera él mismo, conocedor de las dimensiones limitadas del lugar. Eso me pellizcó el orgullo y mi respuesta fue inmediata. “Yo lo haré, gracias”. Se encogió de hombros.

Cuando ya estaba montado en el coche, me hizo estúpidos gestos al otro de la ventanilla. La bajé y me advirtió: “¡tenga en cuenta que la marcha atrás va al revés que en otros coches!”. Respondí, visiblemente molesto: “¡sé perfectamente lo que hago!”. Saqué la cabeza por la ventanilla mirando hacia atrás y aceleré, pero el coche salió disparado hacia delante empotrándose contra tres torres de ruedas de repuesto. El vendedor, al borde del ataque de histeria, me abrió la puerta: “¡Bájese, yo se lo sacaré a la calle!”. Pero, cerré de un portazo, bajé los seguros y, aún más cabreado, le grité: “¡SÉ PERFECTAMENTE LO QUE HAGO!”. Entonces volví a meter la marcha y el auto salió disparado hacia atrás, obligando a un mecánico a arrojarse al interior del foso de reparación. Cuando logré detener el maldito coche, una de mis ruedas estaba atrapada dentro foso. La escena era lamentable. Vencido, mi soberbia y yo nos bajamos del coche, con la cabeza hundida entre los hombros, y le entregué las llaves al vendedor, que en ese instante estaba inmóvil y tenía aspecto de haberse despertado en mitad de la autopsia. Contemplando el desastre que había armado, comprendí major que nunca la frase Chesterton: “Humility Is So Practical A Virtue That Men Think It Must Be A Vice”.

A menudo nuestra soberbia no cede hasta que ya no podemos más. Y esto parece ser lo que nos ha ocurrido con el coronavirus. Tal vez por eso ahora, avergonzados como niños, alzamos los ojos a Dios para pedirle que nos saque el coche del garaje. Todo esto es, en definitiva, una gran cura de humildad. A fin de cuentas, no se me ocurre nada más humillante que salir a la calle con bozal mientras nuestros perros pueden hacerlo sonriendo con todos los dientes al aire.

Lee aquí el artículo original en National Review.