El liderazgo que necesita tu país

A continuación ofrecemos en español el artículo de Itxu Díaz para la revista National Review del 25 de agosto de 2020. 

Cuentan que en una ocasión, el naturalista alemán del siglo XVIII Alexander von Humboldt se encontró a un indio mientras recorría un desierto americano. Humboldt le preguntaba al indio con gran interés por su reciente bautismo, y éste le contó que incluso había llegado a conocer al arzobispo de Quebec. Pero al ver que el naturalista se mostraba escéptico sobre este aspecto, el indio decidió añadir un poco más de veracidad a su afirmación: “Mira si lo conocí bien, que yo fui uno de los que se lo comió”. Y esto es todo lo que tienes que saber sobre el intento de la DNC de mostrar al tándem Biden-Harris como un conjunto dulcificado de políticos-veganos que quieren liderar una nueva época de paz y concordia en los Estados Unidos. Solo les faltó sacar a Harris vestida de blanco y tocando el arpa en lo alto de un manzano. Pero los ciudadanos, en este difícil momento de la historia, se parecen bastante más a Humboldt que a Billie Eilish, quien por ahora tiene bastante con saber dónde se encuentra cada vez que logra abrir los ojos.

Por lo demás, en la DNC Biden prometió proteger a América frente al coronavirus e, incluso aunque nadie sabe lo que significa proteger América, suena excesivamente optimista. La realidad, ese monstruo que siempre estropea los titulares que inventa la izquierda, es pésima, tan deprimente que haría saltar de gozo a Cioran. Vienen “tiempos recios”, como decía Santa Teresa de Jesús cuando aludía a esas épocas difíciles en que conviene hacerse “amigos fuertes de Dios”. A la crisis sanitaria le seguirá la crisis económica, a la económica le seguirá la crisis laboral, a la laboral se le sumará la crisis política, esa polarización extrema que está azuzando la izquierda como arma electoral. Si existe alguna posibilidad de que las cosas salgan bien en medio de esta tormenta perfecta será con un liderazgo firme, valiente y sincero.



Es cierto que tiempos calientes requieren líderes fríos, pero no tanto como para que parezca que están muertos. Al enfrentarse a una emergencia sanitaria con un brutal impacto económico, quien gobierne tendrá que tomar decisiones dolorosas y arriesgadas. Esto inhabilita a los cobardes. Es tiempo de líderes dispuestos a jugársela por su país, no de palabras bonitas, ni de discursos vacíos. Una vez más, es tiempo de verdad, la gran ausente en una Convención Demócrata plagada de sentimentalismo de AliExpress. Barack Obama, con su habitual estilo pomposo y afectado, endosó a Trump la muerte de 170.000 estadounidenses. Biden prometió arreglarlo todo. Definitivamente, en el desprestigio de la verdad la izquierda tiene una gran responsabilidad. Es incomprensible que Biden apueste por el camino de cimentar su liderazgo en falsedades, sobre todo si tenemos en cuenta la vieja observación de Mark Twain: “si dices la verdad, no tendrás que acordarte de nada”.

Es difícil olvidar en estos momentos que el origen de la pandemia no es sanitario sino moral: fueron las mentiras y ocultaciones de los comunistas chinos las que provocaron que un pequeño brote local se convirtiera en pandemia mundial. Deberíamos recordarlo todos los días. Lo mínimo que un líder puede hacer ahora es decirle la verdad a sus ciudadanos. Muere gente, morirá más, la situación es terrible, seguimos sin saber casi nada sobre el virus, no estamos preparados para esta situación y, en fin, amigos, solo queda unirnos, ayudarnos, y pelear. Se acabó el Estado del Bienestar. Se acabó la socialdemocracia. Se acabó el intento de cubrir con impuestos la ineptitud de los gobernantes. Los impuestos no valen mucho cuando la mayoría pierde su trabajo y cae en picado su poder adquisitivo. En tiempos de crisis, la economía socialista se desploma: no todo el mundo puede vivir subvencionado… no, mientras no haya alguien capaz de sufragarlo. Recuerda la sabiduría de P. J. O’Rourke: “Si piensas que la salud es cara, espera a ver lo que cuesta cuando sea gratis”. Es terrible decírselo a los niños de las universidades progresistas pero a veces mi papel como periodista se reduce a conseguir que la gente tenga pesadillas por las noches: siempre hay alguien que paga la fiesta. Alguien paga las políticas contra el cambio climático, alguien paga las operaciones de cambio de sexo, alguien paga los destrozos de BLM en las calles, y alguien paga los intentos de la OMS por blanquear al régimen comunista chino.

Si de decir la verdad se trata, un buen líder debería advertir a los ciudadanos que, incluso tomando las mejores decisiones, solo un milagro puede salvarnos del pozo oscuro en el que estamos entrando. Y, por más que Biden se esforzó el fin de semana por presentarse como una figura destacada del santoral, es altamente improbable que logre obrar el milagro, al menos mientras siga asociado con la Dama de Planned Parenthood, Kamala, en una suerte de pacto de sangre de bebé. En todo caso, un líder debería animar a la gente a rezar, a rezar mucho, a acudir al templo y arrodillarse ante Dios y pedir por el fin de la pandemia, aunque sentándose lo más lejos posible del jesuita James Martin.

Con todo, la izquierda insiste en presentar a Biden como el hombre del diálogo, como si hubiéramos olvidado que su principal contribución a la concordia nacional fue preguntarle a un presentador de televisión incómodo si había tomado cocaína. Incluso aunque fuera cierto su buen talante (y pudiéramos obviar que Kamala es ese tipo de personas que podrían tener su congelador repleto de las lenguas de los que le han llevado la contraria), cabría hacerse muy en serio esta pregunta: ¿para qué queremos un líder dialogante en este momento? ¿Va a organizar una cumbre con el coronavirus? ¿Va a firmar con el virus un tratado de paz? ¿Va a dialogar con las nubes para que lluevan dólares?

Margaret Thatcher y Ronald Reagan no eran especialmente dialogantes. Valentía y valores es lo que requiere un líder en estos momentos. Valentía, casi autoritarismo, para tomar las medidas necesarias aunque sean impopulares. Y valores, porque la crisis obliga a hacer grandes sacrificios a una sociedad que ha proscrito el dolor y el sufrimiento.



Hace unas semanas, en España, los medios de izquierda abroncaban a los jóvenes por anteponer la fiesta, las discotecas, y la juerga del verano a la urgencia sanitaria. En un gesto de indignación mayúscula, les acusaron del pecado más grande del credo progresista: “¡sois unos insolidarios!”. De modo que los mismos que les han eliminado en la escuela toda noción moral a los jóvenes concienzudamente, los mismos que han eliminado de la escuela a Dios, al bien, y al mal, los mismos que han desprestigiado los valores tradicionales de la formación cristiana, ahora pretenden que los chicos se sacrifiquen por los demás. Claro. Con ayuda de la Pachamama.

La esperanza la encontramos en la Historia. A menudo, en  cada tiempo difícil, ha emergido el líder que necesitábamos para salir de nuevo a flote. Liderarán la recuperación los gobernantes que, junto a todo lo anterior, apuesten por la libertad. La pandemia encorajina a los totalitarios. Lo estamos viendo en Venezuela, donde Maduro –Putin, hazle un favor al mundo y envíale cuando antes esa vacuna que dice que quiere ser el primero en probarla- está aprovechando para apretar más la soga alrededor del cuello del os venezolanos. O en España, donde el gobierno socialcomunista aprovechó el coronavirus para mantener a la nación con la democracia suspendida en un Estado de Alarma que se prolongó durante meses y que se utilizó también para numerosas decisiones totalitarias ajenas a la crisis sanitaria. Mi país, España, de hecho, es la prueba de que solo con libertad y responsabilidad individual se puede hacer frente al coronavirus. El Gobierno español ha sido el que más ha restringido las libertades de los ciudadanos para hacer frente al virus: confinamiento total, obligación de mascarillas en todo momento, y medidas extremas para negocios y bares. Y hoy España, de nuevo con el coronavirus descontrolado, es el país que más preocupa en Europa, y uno de los más críticos del mundo.

Al final, ni siquiera el Gobierno más autoritario puede impedir los contactos entre ciudadanos en todo momento. Por eso tal vez sea más útil un liderazgo político que crea en la libertad personal y en la responsabilidad individual, y que sea capaz de promoverlo entre los suyos, en vez de confiar toda la suerte de un país al papel ultraprotector del Estado. En cierto modo ya lo dejó escrito G. K. Chesterton hace años: “No necesitamos buenas leyes para someter a la gente mala. Necesitamos gente buena para someter las leyes malas.”

Por lo demás, si alguien encuentra a ese líder valiente, templado, audaz, sincero, con valores, y amante de la libertad y la responsabilidad individual, que me lo envíe urgentemente a España. Pago yo los gastos de envío. No necesito que pase el PCR.

Lee el artículo original en  National Review