El nuevo éxodo al campo podría ser divertido, en National Review

A continuación reproducimos en español el artículo de Itxu Díaz publicado por National Review el 20 de abril de 2020.

Soy de esa generación de niños que crecieron leyendo Don Miki, por eso idolatro el campo, la tarta de la abuela, las ardillas, y cuento chistes a los patos. El mundo rural siempre ha sido mi lugar de vacaciones, pero la crisis del coronavirus me ha hecho preguntarme qué pasaría si mañana me largo de aquí, me instalo definitivamente en el bosque y comienzo a plantar berenjenas con intención de comérmelas cuando sean mayores de edad.

Seamos francos. Nuestras modernas ciudades se han convertido en un avispero rebosante de coronavirus, donde mantener la distancia social es tan difícil que la única alternativa es no salir de tu hogar y vivir como un single, rodeado de un montón de gatos, y encargando la compra online a un tipo que viene a casa disfrazado de astronauta. Ya sea por la crisis sanitaria o por la económica, es probable que algunos de nosotros tengamos que emprender pronto el éxodo al campo, desandando el camino de nuestros mayores. No todo está mal en eso, a menos que seas de los que te desmayas con la sola contemplación de una araña. Y aun en ese caso, piensa que si el mundo rural ha sido durante siglos el último bastión de los valores tradicionales, tal vez puedas pasar por alto los pecadillos de la araña. Tampoco se trata de emular el radicalismo de Tolstoi, que renunció a su aristocracia para mezclarse con los campesinos de Yásnaia Poliana, y la historia nunca ha aclarado si aquella fue una hazaña heroica o si por el contrario su mérito fue perpetrar el movimiento hippie que causó estragos; y con “estragos” me refiero a cosas como Pablo Coelho.



Por razones diferentes a las de Tolstoi, como sabemos por los escritos de Daniel Defoe y Samuel Pepys, cuando estalló la gran peste en Londres en el siglo XIX, cientos de ricos abandonaron la ciudad y se largaron al campo. Imagino que ofrecieron allí un divertido espectáculo a los campesinos mientras trataban de aprender a utilizarlo por primera vez, echando alpiste a las lechugas cada mañana, intentando torpemente matar su propio pavo de acción de gracias con un arpón, y probando a plantar en tierra fértil tarros de crema de cacao. Sin embargo, una vez allí, su cadena de valores fue mudando, y el mundo que les interesaba raras veces llegaba más allá de sus propias lindes.

Hace algún tiempo nos convencimos de que el progreso era el éxodo a la ciudad. Era cuando todavía creíamos en el progreso como algo mítico, sin pensar que se trata de una palabra vacía salvo cuando eres capaz de emplearla con respecto a algo. De hecho, el problema secular de la izquierda es que cree que el progreso es dios y, francamente, si todos los milagros de ese dios funcionan tan bien como el diccionario predictivo de mi móvil, es un fraude como deidad solo comparable al egipcio Ra que, siendo el magno e inmenso dios del sol, casi dobla la servilleta mordido por una serpiente modelada por la diosa Isis con una gota de la baba del propio Ra. Mejor no te preguntes qué hacía Isis en el Antiguo Egipto recogiendo las babas de Ra para moldear serpientes…

Si vivimos en la ciudad es porque hay que caminar menos para desplazarse desde el televisor a la cama y porque, salvo que te dediques a las Humanidades, la nómina que recibes a fin de mes compensa holgadamente el no poder desayunar mermelada de arándanos sin conservantes. E incluso en esa tesitura, muchas familias se mudaron a la ciudad en los siglos XIX y XX dejando a la abuela en el campo para poder seguir desayunando mermelada de arándanos sin conservantes, antes de que se inventaran las tiendas pijas para hípsters que ahora lucen en cualquier ciudad.

La mayoría de nuestros ancestros vivieron se mudaron del mundo rural al urbano en algún momento de bonanza. Son muy pocas las familias precedidas por veinte generaciones de pisadores de asfalto. Tal vez la historia de la Humanidad sea la historia de un bucle de ida y vuelta entre el campo y la ciudad. No en vano, desde la época medieval se puso de moda entre los adinerados retirarse a un chalecito en las afueras a disfrutar de la calma, la soledad y la cultura, como hicieron los humanistas franceses Juan de Montreuil, Nicolás de Clamanges y Gontier Col.



Pero el campo que van a encontrarse quienes ahora emprendan ese camino no tiene nada que ver con el que fue. La prosperidad tecnológica y económica hace de los pequeños pueblos rurales un lugar donde vivir sin resignarse a la pobreza o a la incomunicación. Tal vez la gran diferencia entre el campo y la ciudad siga siendo una cuestión de autoridad: saber quién tiene el mando. Por lo general en la ciudad manda el alcalde y en el campo no manda nadie, pero tampoco creas que eso es el paraíso de Hayek. Después de todo no se trata exactamente de libertad sino de una cierta anarquía que a menudo degenera en tiranía: la tiranía de la cosecha, que exige esfuerzos sobrehumanos al agricultor; la tiranía de los insectos venenosos, que desconocen la Convención de Ginebra; la tiranía del clima, que impone sus rigores sin piedad; o la tiranía de los zorros, que pueden elegir cualquier día que tus gallinas son su desayuno, y no es fácil hacerles entrar en razón sin ayuda de una buena escopeta y pocos prejuicios animalistas.

La perspectiva del regresar al campo puede sonar como un fracaso para los millennials urbanitas, que lo han conocido como lugar de ocio y como aspiración romántica. Lo cierto es que el campo, tan bucólico, nos atrae solo hasta que descubrimos que las malas hierbas no respetan la propiedad privada, que hay montón de insectos casi tan peligrosos como los inspectores de Hacienda de la ciudad, y que la leche no viaja milagrosamente de la vaca a la taza del desayuno. Es obvio que durante años las ciudades nos han hecho la vida más fácil pero no ha sido gratis: si sumas las multas de tráfico, las manifestaciones por el centro en hora punta, el tiempo desperdiciado haciendo cola en el supermercado, y ahora la pandemia del coronavirus, tal vez prefieras ir al establo y ordeñar una vaca, aunque para hacerlo necesitarás saber algo sobre tetas y no creo que sea suficiente con lo que enseñan en PlayBoy.

En el campo se entiende mucho mejor que en la ciudad el mandato divino de dominar la naturaleza. Esta es la razón por la que la mayor parte de los apóstoles de la nueva religión ambientalista viven en lujosas ciudades y no han pisado el campo jamás. A menudo el campo es un duelo en el que solo puede quedar uno. Por eso uno de las primeras virtudes que imprime el campo es la valentía, seguida muy de cerca por la reciedumbre.

Con todo, el campo no es tan duro como solía. Estuve hace poco y los agricultores emplean ahora tecnologías futuristas que les permiten cultivar enormes superficies de terreno con la mitad del esfuerzo que yo necesito para hacerme un zumo de naranja en mi casa en el centro de la ciudad. Los tractores llevan GPS, los animales envían alertas al móvil si abandonan su recinto de pasto, y las semillas son fruto de sesudos trabajos de ingeniería biológica. Es cierto que manejar todo esto requiere formación, pero en la era digital formarse es más sencillo que antes y puedes hacerlo desde cualquier lugar. Hasta yo mismo podría volverme un campesino de provecho si pagar mi conexión a Internet dependiera de levantarme al alba para recoger la cosecha. Hay muchísima literatura sobre cómo hacerlo. Incluso de los libros de Sue Hubbell se puede aprender algo -si eres capaz de soportar la superioridad moral de la autora- sobre cómo largarte al campo, hacerte amigo de las arañas venenosas, fundar una granja de abejas, presumir de pobre, e insultar a todos los que no son eco-comunistas. Aunque te parezca increíble, hay un montón de gente dispuesta a encontrar algo ideológico en el modo en que una ardilla devora una bellota.



Por suerte también tenemos a poetas y bohemios observadores del rural. El español José A. Muñoz Rojas consignó en 1951 Las cosas del campo, de una belleza y sencillez insuperable, que lamentablemente nadie ha editado en inglés. “Hay muchos cortijos abandonados cayéndose. El campo se ha quedado más solo”, escribe Muñoz Rojas, “pero el campo saca incansables bellezas escondidas” y “advierte con su descansado silencio que sólo volviendo a él encontrarán los hombres lo mejor de ellos mismos. ¡Ay de los que lo olvidaren!”. En estos días en que la ciudad nos parece una cárcel mortal, suenan de otra manera las palabras del viejo Hilaire Belloc en On Nothing: “the great mass of men love companionship so much that nothing seems of any worth compared with it. Human communion is their meat and drink, and so they use the railways to make bigger and bigger hives for themselves.”

Volver al campo no significa solo un desplazamiento laboral. En la vida del campo nuestros antepasados cultivaban una vida familiar mucho más sana que la nuestra. La familia, cuando más extensa mejor, es la piedra angular de la vida del rural. Las cosas funcionan porque hay una autoridad, se obedece a la jerarquía, lo que significa que se respeta por encima de todo a los mayores. Y por otra parte, hacen falta muchas manos y trabajo en equipo, y eso es incompatible con el egoísmo antropológico inmanente al ocio digital.

La posibilidad de que una plaga o un desastre meterológico arruine tu cosecha, tu economía y vacíe tu despensa es mucho mayor que en la ciudad –antes de la aparición de esta pandemia- y eso ha hecho de los campesinos personas más agradecidas, más humildes y también más piadosas. El campesino respeta a la naturaleza más que los ecologistas del corazón de Estocolmo, por más que estos presuman de cruzar el Atlántico en catamarán sin motor. Y por otra parte, la actitud humilde ante la vida propicia que el campesino sienta un gran respeto por la tradición, fuente de sabiduría, experiencia y faro moral.

Durante siglos, la medida económica del campo fue el trueque. Hoy nuestra economía moderna también se ha extendido al rural, lo que ha permitido enriquecerlo, pero es interesante considerar que la voluntad del intercambio sigue en la conciencia de los que viven en el campo. A fin de cuentas, el vecino no puede ser un desconocido en un lugar donde a menudo lo necesitas para ahuyentar algún peligro. Se supone que en el campo eres autosuficiente, pero no del todo.



De acuerdo, la ciudad es adictiva. Y no seré precisamente yo quien desdeñe el placer de pasear por una gran urbe, recorrer jardines donde la naturaleza está bajo control y el suelo recién aspirado, entrar en un centro comercial y salir con un montón de bolsas de libros y ropa, o pasarse unas cuantas horas bebiendo litros de cerveza en algún pub con la música a todo volumen y rodeado de chicas guapas. Solo trato de decirte que si nuestro viejo modo de vida se derrumba, aunque sea solo parcialmente, la ciudad dejará de ser una liberación y podría convertirse en una absurda cárcel llena de deprimidos con bozal y guantes, recorriendo los paseos de ayer como zombies entre carteles de “se vende/se alquila” y embutidos en una densa melancolía.

En tal caso, empezar de cero lejos de la ciudad no es un drama. Tan solo una opción. E incluso podría ser divertido. Además, ahora hay wifi en el campo y eso te da acceso a los agro-yotubbers. Nunca más tendrías que preguntarle a tu gata cómo demonios se ordeña una vaca.

Lee aquí el artículo original en National Review.