Mi peluquero y el arte de estar callado

Este artículo de Itxu Díaz se publicó originalmente en inglés en The American Spectator el 6 de febrero de 2020, en la sección «La Risa Importa». 

Ilustración: Íñigo Navarro Dávila para The American Spectator.

Me he ido a cortar el pelo. Y ya sé que, dicho así, esto no te va a cambiar la vida. Mi peluquero ha puesto un cartel gigante: “El cliente debe permanecer con mascarilla y en silencio”. Al verlo he dado gracias a Dios. La primera vez que entré en esta peluquería, allá por el Pleistoceno Inferior, aún con huesos de mamut anudados a los rizos, el hombre me preguntó: “¿Cómo quiere que se lo corte?”. Y yo presenté mis credenciales de escritor maldito: “En silencio”. Desde entonces él respeta escrupulosamente mi deseo. Pero lamentablemente no es posible exigir silencio al resto de los clientes. De modo que hace años que soy experto en conversaciones ajenas de peluquería. Por fin tengo algo en común con Nancy Pelosi.

De los peluqueros veteranos, admiro su capacidad para cambiar de opinión de un cliente a otro, con total naturalidad. El cliente siempre tiene razón. Entra el primero:

– Lo de Trump es impresentable. Ese orco maldito va a destrozar el planeta.
– Tiene usted razón. Es un impresentable. Nos matará a todos. Deberían detenerlo.

Al rato, otro cliente:

-Ya no quedan políticos como Trump. Un tipo de una pieza. Lo que dice, lo hace.
– Tiene usted razón. Es un hombre honrado. Es nuestra salvación. Deberían premiarlo.



En las peluquerías todos los males del mundo se resuelven en lo que dura un corte de pelo. El hambre, la guerra, la pandemia, todo. Detrás de ese tipo greñoso y deslavazado que entra con aspecto taciturno a raparse la cabeza, se esconde un Alejandro Magno, dos o tres Churchilles, y algún pequeño Reagan, además de todos los entrenadores de todas las disciplinas deportivas posibles. Baja la voz cuando cuenta historias para darle más drama al instante. Su manera de resolver los problemas es siempre la misma: “mano dura es lo que necesita este país”. A juzgar por lo que puedes escuchar en una vieja peluquería de caballeros, la derecha amante de la ley y el orden tiene mayoría absoluta. O eso, o los de izquierdas se cortan el pelo en casa con el cortacésped.

Cosa diferente ocurre en las peluquerías modernas. No hace mucho tuve que acudir a una de ellas. El peluquero parecía haberse sacado todo el pelo de la cabeza para injertárselo en la barba, de modo que a través del cristal simplemente parecía que estaba boca abajo. Por otra parte, no sé si accidental o voluntariamente, había sufrido varias perforaciones en la oreja del tamaño de un hámster adulto, rellenando la cara interior del cráter con una estructura metálica lacada en negro, algo muy similar a lo que utilizan los carniceros para colgar los costillares vacunos.

Invadía la estancia un aroma tristísimo de macho rancio, uno de esos perfumes que ya causaban espanto en el Viejo Oeste, que no estaba, por lo general, bendecido por los aromas de Channel. Era tal la acidez de aquel ambientador que salí de allí con las lentillas licuadas sobre los ojos y con los oídos milagrosamente destaponados. Sospecho que, de tener otra vez piedras en el riñón, aquel aroma salvaje y penetrante funcionaría como litotricia natural.

Toda la decoración estaba poseída de reminiscencias de las viejas barberías, imitación de objetos de otro siglo. Sin embargo, al ver a aquellos forzudos peluqueros, vestidos de negro y agujereados por piercings, con cien lociones en las bíblicas barbas, me asaltaba la duda de si me había puesto en manos de un estilista de Hollywood o de un Ángel del Inferno; en todo caso debía tratarse de un ángel caído.

Con todo, la mayor diferencia entre mi peluquero de siempre y aquella nueva peluquería eran las conversaciones. En primer lugar, aquel tipo no parecía entender la distancia entre ese monosílabo que mascullas por educación, y las ganas de participar en un debate sobre cervezas artesanas. Podría haberle dicho que, cuando quiero tomar papilla de cereales flotando en un líquido turbio, prefiero desayunar copos de maíz con leche. Mientras que cuando me aproximo a una cerveza, lo que pago es exactamente que en su elaboración haya habido algún estándar de filtrado y apaciguamiento de la cosa malteada. Pero eso sería polemizar. Y yo lo que quería era disfrutar del silencio acompasado por clis clas de las tijeras, y dormirme al runrún de la maquinita de afeitar. De modo que probé con todas las onomatopeyas posibles, incluido ajá y ujú, en respuesta a sus largas peroratas sobre cómo el sector cervecero artesanal está triunfando, y su vaticinio de que en 2030 todos nos haremos cerveza en casa. Ya sabes, el Gran Reset y eso.



Pero lo de hacer cerveza en casa, más que un Gran Reset, me parece un pantallazo azul. En mi opinión, ya estropeamos suficientes cosas por esa absurda obsesión contemporánea de intentar hacerlo todo nosotros mismos: el café, los yogures, el pan, e incluso –los más atrevidos- las madalenas. ¿Qué te hace pensar que puedes hacer café mejor que una cafetería? ¿Y pan mejor que un panadero? Es que ya solo faltaría que ahora nos pusiéramos a estropear cerveza.

Aún así, me callé. Tampoco me habría escuchado. Al contrario que mi peluquero habitual, estos chicos modernos no quieren escuchar nada, solo hablar. (Si vas a decirme que estoy generalizando, en efecto, lo estoy haciendo; en eso consiste mi trabajo como articulista: generalizar todo lo que puedo y ser todo lo injusto posible). Tú solo puedes asentir. A fin de cuentas, él ángel caído tiene una tijera a medio centímetro de tu yugular. Quiero decir que no estás en situación de decirle que no ves ninguna diferencia entre su cerveza artesana y la vomitona de un camello.

Más tarde me sorprendió con una larga clase magistral sobre cambio climático. Al parecer, el peluquero utiliza desde hace años cosméticos ecológicos, y deduzco que de ahí vienen los agujeros en las orejas, tal vez una mala reacción cutánea que se le fue de las manos. Yo la última vez que utilicé un champú recomendado por una organización ecologista, me crecieron geranios detrás de las orejas. Y di gracias a Dios. Porque a un vecino que usó el mismo champú, le crecieron orejas en los geranios.

Hoy, al ver a mi peluquero en medio de ese silencio conventual, me acordé de la moderna peluquería vintage. Allí seguro que siguen hablando hasta por los codos de cualquier bobada, instruyendo a los clientes en eco-progresismo. Mientras, en mi peluquería ya no se oye la voz de esos parroquianos que piden mano dura contra cualquier cosa. Y es que a pesar de lo mucho que aprecio el silencio mientras me rapan, hoy puedo decir que echo en falta el noble arte de la conversación, tan solo interrumpida por los sablazos de las tijeras epilépticas.

El silencio pandémico de mi peluquería es una ruina para la geopolítca internacional. Todo en el mundo parecía cocerse entre esas cuatro paredes, mientras mi peluquero moldea cabelleras. Si el mutismo de los peluqueros prosigue, si solo hablan aquellos que no saben escuchar, si los clientes aficionados a la mano dura se callan, ya nunca volveremos a bombardear Oriente Medio así, de sopetón y sin avisar, como Dios manda. Y lo que es peor: todo el mundo acabará bebiendo cerveza artesana y desayunando tofu.

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