Todos los insultos del mundo, tribuna de Itxu Díaz en National Review

A continuación reproducimos en español la tribuna de Itxu Díaz en National Review el 27 de junio de 2020. Lee el artículo original en National Review.

 Ser conservador es despertarse cada mañana recibiendo un nuevo insulto. Eso hace mi vida más divertida. Nunca sé lo que soy exactamente hasta que no abro Twitter cada mañana. Puedo ser una alimaña reaccionaria, un cavernícola ignorante, un primate ultracatólico, o un escorpión neoliberal. Resulta fascinante el dominio de la amplitud del idioma que alcanza la izquierda cuando se trata de etiquetar a la derecha. Hoy los conservadores somos racistas por no querer arrodillarnos ante nada que no sea Dios, como ayer fuimos fascistas por defender el orden y la ley, único modo de garantizar la libertad, a propósito, una de tantas palabras que ha pasado de asociarse a las izquierdas en los 70 a vincularse a las derechas en nuestros días. Hoy Blancanieves es “sexista”, Lo que el viento se llevó es “racista”, Scrooge McDuck es “ultraliberal” y Tarzán… ¡Oh, Dios mío! ¡Es todo a la vez!

Ayer, sin ir más lejos, un tipo me dijo que Benedicto XVI era “un ultracatólico” y me lo dijo con desprecio, con intención de insultarlo, y yo me encogí de hombros, pensando que una parte de la izquierda lo que realmente espera de un Papa de la Iglesia Católica es que sea “moderadamente católico”. Tal vez tengan razón. Al menos si tenemos en cuenta que Marx, por ejemplo, era un poquito ultramarxista.



Durante años he realizado un somero estudio sobre los insultos que la izquierda ha vertido contra quienes no piensan como ellos. Y lo más pasmoso es la capacidad para adaptar el exabrupto a lo largo del tiempo. En el mayo francés del 68, origen de la corriente musical de los cantautores pacifistas (la organización terrorista más temida del mundo) lo primero que pusieron en la diana fueron las corbatas. Nunca sabremos de qué modo podrían ser fascistas las corbatas, cuya capacidad para expresar sus opiniones políticas es limitada, pero el gran hallazgo de la izquierda en el Verano del Amor fue que todo lo que no era lo propio se convertía automáticamente en “fascista”. Da igual que fuera una corbata, un niño o la biología; de hecho, una de las grandes contradicciones progresistas, que dice creer más en la ciencia que en la religión, es que las ciencias son bastante más autoritarias que, por ejemplo, el cristianismo. Pero el 68, epíteto del pensamiento progresista, fue una inmensa contradicción en sí mismo: muchas crónicas de entonces relatan cómo los niños burgueses disfrazados de hippies llamaban “fascistas cabrones” en las barricadas universitarias a veteranos policías que habían luchado contra el nazismo, para que esos chavales pudieran crecer en un mundo libre.

En los años de las revueltas estudiantiles, los franceses, que son probablemente la cosa más promiscua del universo, coreaban cosas como “cuanto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución”. ¡Justo lo contrario de lo que le ocurre a Sanders! De todos modos incluso la misma izquierda se opondría hoy radicalmente a este eslogan. En primer lugar, ¿con quién haces el amor? En segundo lugar, ¿qué hay del consentimiento explícito de la otra parte? En tercer lugar, ¿por qué cosificas a tu pareja? En cuarto lugar, ¿por qué sexualizas la revolución? En quinto lugar, ¿qué hay del preservativo? Y en sexto lugar, ¿por qué normalizas los planteamientos del patriarcado opresor? A Nancy Pelosi, inventora del insulto “boca sucia”, se le ocurrirían 70 u 80 objeciones y preguntas más.

En Estados Unidos, en cambio, ya en el 68 había eslóganes que podrían triunfar en la izquierda contemporánea como aquel que decía “nunca te fíes de un hombre”. Aunque probablemente hoy habría que actualizarlo a algo como “nunca te fíes de un hombre, salvo que sea el candidato demócrata a la Casa Blanca”.

En general, la nueva izquierda ataca casi todo. Los coches grandes contaminan, el fútbol es sexista, comer carne es anti animalista, los piropos son machistas, la globalización es imperialista, o la riqueza genera aporafobia –esta estupidez la dijo el vicepresidente comunista de España esta semana, que quiere tipificar como delito “el odio a los pobres” y que tiene una casa que mide veinte veces la mía y tiene un 100% más de piscinas que la mía-. Si no crees en la religión ambientalista que triplicó el peso de Al Gore eres negacionista. Si no crees que Occidente sea algo horrible eres etnocentrista. De algún modo, la nueva izquierda encarna la definición que un día dio H. L. Mencken de puritanism: “The haunting fear that someone, somewhere, may be happy.”

Si te levantas un día y no sabes qué insulto ponerte, prueba a abrir The New York Times. Ahí tienes un montón de insultos para elegir. Su preferido es “fascista”. Por lo general, la izquierda tiene un problema para distinguir entre ley y orden y autoritarismo. Hay un montón de intelectuales de izquierdas que consideran que la policía, los jueces o los maestros de escuela son fascistas. Recuerdo que de niño, la izquierda ideó una campaña contra los exámenes en la escuela, y yo la apoyé a muerte porque quería librarme del examen de matemáticas. Soñaba con el día en que el profesor me dijera: “Itxu, ¿tu sientes muy fuerte que realmente sabes matemáticas?”. Yo respondería: “Si, lo siento así con todas mis fuerzas”. Él me diría: “Genial, Itxu. Enhorabuena, aquí tienes tu aprobado en matemáticas”. Pero ese día nunca llegó, ni con socialistas. Maldito atajo de fascistas.

Otro de los insultos preferidos es “islamófobo”. Tras el 9/11 y los atentados islamistas de las últimas décadas, los progresistas parecen más preocupados por la islamofobia que por las víctimas. Eso explica que la izquierda diga que los conservadores somos “islamófobos” por defender los valores occidentales de paz y libertad, mientras apoyan el islam, su machismo y esas ocurrencias tan genuinamente islámicas de ahorcar a los homosexuales y azotar a las mujeres. Son capaces de llamarte “islamófobo” y “machista” en la misma frase, como en una suerte de milagro ontológico. En Europa, por ejemplo, la izquierda suele llamar “xenófobos” a los europeos de los barrios pobres que protestan contra la inmigración ilegal que respaldan las élites socialdemócratas de Bruselas; pero la respaldan desde lujosas urbanizaciones a las que los inmigrantes ilegales tienen prohibida la entrada.



Cuando la derecha está en el poder, la izquierda suele decir que los conservadores son “antidemocráticos”. Ciertamente, muchos conservadores no deificamos a la democracia. De hecho creemos que la mayoría puede estar muy equivocada. Sin embargo, la democracia es todavía el modo más eficaz para evitar la guerra civil y, en ese aspecto, nos gusta. Cuando Hillary Clinton quiso insultar a Trump causando gran revuelo mediático dijo de él que era “la inspiración para los políticos autoritarios de todo el mundo”. Pero Trump llegó en democracia y se irá otro día en democracia. No se puede decir lo mismo Castro, Chavez, Mao, Stalin, Pol-Pot, Kim Jong-Un, Xi Jinping y otros tantos ídolos de ayer y hoy que tienen en común ser de izquierdas y un desprecio total por la democracia.

Creo que a veces los progresistas te llaman “reaccionario” pero todavía no sé dónde está el insulto. Yo no creo que la revolución mejore la familia, la sociedad, o la vida. No somos más libres ni más felices. En Europa, los porcentajes de suicidios aumentan a medida que te acercas a países con políticas más progresistas. Soy felizmente reaccionario cuando el progreso es matar bebés en el vientre de sus madres, o asesinar a viejecitos que estorban como hace Holanda, o cuando el futuro es la política del hijo único de China, o cuando lo moderno es engañar a los niños diciéndoles que no son hombres o mujeres, que el sacacorchos que les sale entre las piernas es fruto de su imaginación, o que sus ganas de jugar al fútbol son un impulso machista. Porque en definitiva, el conservador es reaccionario contra todo aquello que supone empeorar las cosas. Y esa actitud del conservador, más que un insulto, es un honor.

Otro insulto que me encanta y me dedican a menudo es “antiguo”. Hace unos años escribí en España una columna titulada “Soy más clásico que los cordones de James Stewart” y provocó que mis lectores progresistas se hicieran cruces –o lo que sea que hagan ahora los laicistas cuando se escandalizan- y se llevaran las manos al burka. No sé, escribí allí cosas muy locas… Que me gusta cortarme el pelo con raya, que no me gustan los electrodomésticos inteligentes, que quiero que el color de mis corbatas no obligue a los demás a mirarme con gafas de sol, y que detesto la mayoría de las películas filmadas más allá de 1940. Muchos de mis lectores trataron de insultarme entonces llamándome “¡antiguo!” y eso me hizo sentir genial. Antigua es la Capilla Sixtina. Antiguo es el borgoña francés. Antiguo es El Quijote, y el cine de John Ford, y el Cadillac Eldorado, y el Gran Cañón del Colorado. Antigua es la belleza, la risa, y la buena educación. Por todas esas cosas soy felizmente antiguo. De todas esas cosas soy feliz conservador y acreedor de todos los insultos que quieran dedicarme. Sobre todo cuando pienso que la alternativa a mi antigua Dona Reed podría ser la moderna Nancy Pelosi.

Lee el artículo original en National Review.