6 de junio de 1882

Esta columna de Itxu Díaz fue publicada originalmente en La Gaceta («Esta es mi última página») el domingo 7 de abril de 2013. Ilustración: Íñigo Navarro.

La forma  más rápida de planchar una camisa es ponerse un polo. Incluso los fabrican de manga larga. Así que no tienes nada de qué preocuparte. Los polos nunca están arrugados. Se llevan así. Y además se quitan y se ponen con gran facilidad, sin la tortura de abotonar la camisa. Lo de planchar está bien cuando no tienes nada que hacer. Pero tú siempre tiene algo mejor que hacer. Estoy seguro.

 

El 6 de junio de 1882 fue un día aciago para la humanidad. A media mañana, el norteamericano Henry W. Seely, después de fracasar en su intento de inventar la guillotina y la silla eléctrica, ingenió la plancha. El cielo ennegreció. La tierra tembló. En algún lugar del mundo murió un gatito de un infarto. Y Dios se echó las manos a la cabeza. Aquello era una tragedia. Una imprudencia mayúscula. Y casi con total seguridad, a falta de que me lo confirmen mis teólogos de cabecera, un gravísimo pecado. Tras la expulsión del paraíso ocurrieron muchas desgracias pero ninguna equiparable a la acontecida aquella mañana. No sé en qué estaban pensando los servicios secretos cuando Seely se acercó a la oficina de patentes con los planos de una plancha eléctrica. Ni siquiera era necesario liquidar al ingeniero. Bastaba con volar el edificio de patentes sin previo aviso. No movieron ni un dedo. Los muy canallas.

Mi teoría es que Seely quería vengarse del mundo. Y lo logró. Eso está claro. Particularmente, habría preferido que inventase la guillotina o incluso la bomba atómica que, por cierto, es el segundo método más eficaz para planchar camisas. Pero no. Seely quería causar un dolor dilatado en el tiempo. Por eso inventó la plancha. La misma con la que has de enfrentarte cada mañana antes de ir a trabajar. Supongo que también existe esa gente que plancha la noche anterior y se va a la cama dejando la camisa perfectamente colgada para el día siguiente. Y supongo que es la misma gente que levantaba la mano en clase de matemáticas para resolver los problemas antes que el profesor. Gentuza, para entendernos.

El monstruo creado por Seely ha evolucionado mucho. Las planchas de ahora son muy modernas. Por eso son de ahora. Si no serían antiguas. Creo que después de esto Aristóteles y Santo Tomás estarán orgullosos de mí. Filosofía aparte, las planchas actuales cuentan con un medidor de temperatura que sirve para saber cuándo estás quemando la ropa. Después tienen un atomizador de agua que es muy práctico para apagar el incendio si te pones a escribir whatsapps mientras planchas. Y cuentan con un vaporizador que sería maravilloso si supieras entender su mecánica. El vapor nunca sale cuando quieres. El vapor siempre sale cuando no quieres. El vapor sale siempre por dónde menos te lo esperas. Y si sale a tiempo y por dónde quieres, lo hace en la dirección equivocada. Si pretendes vaporizar una camisa lo mejor es que la cuelgues en una silla cercana y te pongas a planchar otra cosa.

Planchar es un horror. Pero no es el único horror doméstico. En 1901 un desgraciado llamado Alva Fisher inventó la lavadora. Fisher pensó que sería genial contar con un tambor giratorio en donde mezclar la ropa con agua y jabón. Con estos mimbres podía haber inventado el retrete giratorio, o el jacuzzi. Pero se empeñó en inventar la lavadora. Y desde entonces el drama se repite cada día en millones de hogares. Lo he estudiado con ayuda de expertos en fenómenos paranormales y está confirmado: desde que se inventó la lavadora la ropa disfruta de la asombrosa propiedad de la bilocación. Hagas lo que hagas y te organices como te organices, siempre hay un cesto lleno de ropa sucia en el cuarto de baño y una bola de ropa empapada dentro de la lavadora. Y es la misma ropa.

Desde siempre, los fabricantes de artefactos de limpieza, y productos de higiene del hogar, creen que te facilitan la vida. Quizá sea hora de explicarle al idiota que inventó la escoba que antes de su hallazgo nadie se veía obligado a pasarla los domingos por la mañana. Lo mismo ocurre con la fregona, que es además un invento odioso porque lo moja todo. No entiendo cómo puede limpiar nada algo que lo pone todo perdido. En este sentido soy más amigo del aspirador, que al menos no deja huella. Aunque tiene la contrapartida de que no discrimina. El día que la aspiradora sepa distinguir entre los billetes de cincuenta euros y el polvo, los hombres seremos felices, y yo podré dejar de pasar sus bolsitas desechables por el escáner detector de billetes legales antes de tirarlas.

La tarea doméstica más horrible es limpiar la mugre de la bañera. Horrible e innecesaria. Primero porque está tan incrustada que nadie sabe si es suciedad o si la bañera es así. Y segundo porque limpiar un lugar que se usa para limpiar es una contradicción. Es como pretender que el cubo de la basura huela bien, que es algo que intentan las mujeres varias veces al día, empeñándose en que todo el mundo baje constantemente bolsas de basura al contenedor. Que uno llega a preguntarse qué tendrán las chicas con los basureros para acordarse a todas horas del minuto exacto en el que pasan.

Y ahora que hablamos de basura es hora de agradecerles a los alcaldes españoles toda esta fiebre del reciclaje selectivo. La prueba de que España es un país moralmente muerto es que hemos asumido como algo normal meter las manos en la basura para separar un plástico, de un cartón, adherido a una presunta fresa con una inmensa barba blanca. Nadie sabe cómo lo han conseguido, pero lo  hacemos sin inmutarnos, e incluso con la sensación de estar trabajando por un mundo mejor, dándole alas al buitre leonado, cerrando el agujero de la capa de ozono, y salvando el Amazonas. Cuando en realidad sólo estamos trabajando por un Estado más rico a costa de nuestros desechos. Bonita metáfora.

Pérdida total de dignidad es sinónimo de un hombre con traje y recién aseado hendiendo las manos en la mugre al amanecer para rescatar de entre los restos de humus de anoche la arandela metálica de una maldita cerveza. Pecado inorgánico medioambiental. En mi casa el vecindario ha sofisticado tanto lo del reciclaje, que en vez de un cubo de basura tenemos un archivador empotrado con decenas de compartimentos. He tenido que contratar a dos secretarias para que auditen todas las cochinadas que hasta hace un par de años lanzábamos al único cubo de basura sin cargo de conciencia y sin amenaza de multa municipal. Después de la plancha y la lavadora, la administración de la basura se ha convertido en la tercera gran esclavitud doméstica. No son las únicas, por supuesto. Mi experiencia, al fin, es que la única tarea del hogar que no resulta un incordio es jugar al póker. Pero no estoy seguro de que eso sea exactamente una tarea del hogar.