Elegir una camisa

Esta columna de Itxu Díaz fue publicada originalmente en Neupic el  12 de abril de 2015. Ilustración: Íñigo Navarro.

Hay momento muy difícil en la vida del hombre y es el de elegir una camisa. Es una operación de alto riesgo. Los hombres disponemos exactamente de un 1 minuto y 31 segundos de inmersión en el interior de una tienda de camisas. Más allá de ese tiempo se nos incendian los pies, implosionamos, y la calabaza se nos convierte en carroza. No hay nada más horrible que un hombre que porta una vistosa carroza en el lugar donde debería estar su calabaza.

Desesperados por el escaso tiempo de permanencia de los varones en las tiendas de ropa, las grandes marcas han intentado engañarnos, haciéndonos creer que estamos en una discoteca. Música alta, house, y chicas guapas. Lo mismo han hecho en las tiendas de ropa de mujer. Nuestras posibilidades de supervivencia en las tiendas de chica jamás superan los 10 minutos, de los cuales, los últimos 5 son estertores dolorosos a las puertas de un probador. La técnica de convertir los comercios en falsas discotecas está bien orientada, pero no funcionará mientras las chicas guapas del mostrador no dispensen cubatas, y nos dejen hacer pis detrás de alguna de esas cortinillas con velcro.

Para nosotros, estar poco tiempo en la tienda no es una apetencia, sino una necesidad, como el mar para los peces. Así que no es un problema tener que coger las camisas a la velocidad con la que el tiburón asalta a sus presas. Estamos programados para esa elección intuitiva de cualquier prenda en pocos segundos, que incluye a veces el error más clamoroso: talla equivocada, combinación imposible de colores, transparencias inoportunas. Aún más: estamos preparados para mantenernos en el error. Lo que diferencia al hombre de cualquier otro animal sobre la tierra no es que se equivoque al elegir una camisa en diez segundos, sino su capacidad para defender la elección a viento y marea. Todo, menos regresar a la tienda para hacer una devolución.

La devolución de una prenda, una práctica cotidiana en las chicas, la consideramos los hombres un fracaso. Pero no un pequeño fracaso, un delicado desliz. No. No un pecado venial. No. La devolución de una prenda que hemos elegido personalmente supone el fracaso definitivo, la pérdida total de identidad varonil y, la muerte social, intelectual, psicológica, moral, del individuo. A fin de cuentas, no creo que merezca la pena seguir viviendo después de devolver una prenda que ya te habías llevado a casa. Los hombres que devuelven camisas son marcados con enormes “d” –de devolución- en la espalda, y una inmensa flecha roja más alta que un rascacielos les persigue y señala por la calle a todas horas y para toda la vida. Estos efectos paranormales sólo son visibles para los hombres y su sola contemplación supone un tormento muy grande.

Antes de devolver una camisa, un hombre de honor ha de romperla, quemarla, comérsela, hacerla desaparecer –y ya me entiendes-, o incluso ponérsela. Aún a riesgo de tener que llevar el ombligo al aire –si no te cierra, ponte un jersey encima- o de ser insultado y agredido por otras personas por la calle. Todo menos acudir con la bolsita temblorosa entre las manos, musitándole a la dependienta si se puede cambiar, y explicándole entre sudores que eres un maldito inútil incapaz de recordar la talla de tu camisa, y que te da muy mal rollo eso de desnudarte fuera de casa, por mucho que sus cortinillas beis con velcro sean de altísima seguridad. Porque además, a ver: ¿quién no ha recibido la visita de la novia del tipo del probador de al lado en el momento más impúdico de toda la operación de probarse un traje de baño? Peor aún: ¿quién no ha recibido la visita de la madre de la novia? –ésta, si se da el caso, opina-.

Por otra parte, un hombre elige una camisa para toda la vida. Quiero decir que a partir de ese instante, si está contento con ella, repetirá esa misma compra cada temporada hasta que dejen de fabricarlas. Y como esto ocurre a menudo, algunos nos hemos acostumbrado a comprar las mismas camisas por triplicado. El objetivo final no es vestirse, combinar bien los pantalones y camisas, o protegerse del frío. Para un hombre, el único objetivo real es no tener que volver a pisar nunca más esa tienda de ropa y que la bellísima dependienta morena de los labios rojos olvide para siempre que una vez estuvimos allí, elegimos nuestra ropa en treinta segundos, y tuvimos que suplicarle “una talla más” para disminuir el altísimo riesgo de sacarle un ojo de un botonazo.