Itxu Díaz en The American Conservative: ¿Por qué los conservadores deberían emplear el ‘cathedral thinking’?

A continuación ofrecemos en español el artículo de Itxu Díaz para la revista The American Conservative del 1 de julio de 2020. 

Hace unos años tuve ocasión de recorrer Italia en coche, sin prisas. Escribí una columna en el Caffè Florian de la plaza de San Marcos en Venezia, comí el mejor tiramisú del mundo en Siena, me emborraché de Chianti en la Toscana, sobreviví a la resaca rezando en Asís, me enamoré de la pintura en Florencia, y me arrodillé con el sombrero en el pecho, como en un film de John Ford, en las cuatro basílicas mayores en Roma. Todo lo que toqué tenía una cierta vocación de eternidad, con excepción de la moderna iluminación inteligente de la habitación de un hotel de Florencia, a la que habría deseado una muerte rápida y dolorosa como la que estuvo a punto de causarme cuando intenté ir a la baño de madrugada (sientes que tu siglo es otro cuando te sorprendes a ti mismo de madrugada bailando flamenco frente a una maldita célula fotoeléctrica). Pero el ambiente del Caffè Florian y sus 300 años de historia entrelazada con las vidas de Goethe, Dickens, o Stendhal, la legendaria receta de tiramisú de Piazza del Campo, el renovado clasicismo de Uffizi Gallery, o la majestuosa impresión de la basílica de San Pedro, evocaban la heroica supervivencia del ayer. Nada de aquello se había hecho en dos días. Ni el tiramisú, ni la pintura renacentista, ni San Pablo Extramuros. Todo había sido legado y custodiado desde lejanas generaciones. Fue la primera vez que sentí que ser conservador significa algo más que ganar la discusión en Twitter de esta misma tarde contra uno de esos tipos de los que dejó dicho Wodehouse, “he had just about enough intelligence to open his mouth when he wanted to eat, but certainly no more”.



El escritor de viajes Rick Antonson ha rescatado para nuestros días un concepto perdido, cathedral thinker, que alude al modo de pensar que caracterizó a los constructores de las catedrales medievales, que planeaban y trabajaban en templos que nunca verían terminados pero que servirían a generaciones posteriores. En la mentalidad de un hombre de la Edad Media, lo importante era hacer bien la tarea propia, sin la obsesión por la comparación y la competencia que caracteriza nuestros días. Esos tipos no encajaban los sillares de piedras mirando con el rabillo del ojo si el de al lado lo hacía mejor o peor. Eso les permitía ahorrarse todo el tiempo que ahora pierden los ejecutivos de las multinacionales convenciendo a sus jefes de lo incompetente que es el resto de la cúpula directiva y lo bueno que sería para la compañía su propio ascenso.

La clave estaba en la mentalidad de la época. Los santos enseñaban así. San Ambrosio en el Hexamerón invitaba a contemplar la creación desde la mirada total y providencial de Dios, no desde la visión parcial del hombre. De igual modo, los constructores de catedrales medievales cooperan en una gran obra divina, aunque tan cerca de cada sillar no sean capaces de ver el resultado, y aunque se necesiten más de cien años para ver la obra culminada. El místico medieval Maestro Eckhart dejó escrito el modo en que las cosas dependen de algo Superior: “Todas las criaturas son pura nada. (…)Todas las criaturas no tienen ser, porque su ser pende de la presencia de Dios”. Así, la construcción de la catedral era inseparable de la imagen de Dios. Su plazo, la eternidad. Son los tiempos del Creador.

En El otoño de la Edad Media escribe Johan Huizinga: “todo lo que se convierte en una forma de vida –las costumbres y los usos más corrientes, lo mismo que las cosas más altas en el plan universal de Dios- es considerado como institución divina”. Como ejemplo cita las normas de etiqueta palatina que transmitió Alienor de Poitiers, y que fueron “instituidas un día con elección deliberada en las cortes de los reyes, para ser observadas por todos los tiempos venideros”. El concepto de institución, aunque de origen latino, está muy ligado al pensamiento de la Era de las Catedrales. Compuesta por el prefijo in (penetración), statuere (estacionar) y el sufijo -ción (acción), institutio significa “establecimiento o fundación de algo”. Algo, en definitiva, concebido con vocación perdurable, frente a la frivolidad de lo pasajero. Salvando la distancia, es como la diferencia entre el Partenón y un McFlurry al sol.

He visto a miles de peregrinos llegar a Santiago de Compostela. Nací junto al mar, pero a solo 70 kilómetros de la Catedral  donde desemboca el Camino de Santiago, que desde hace siglos atraviesan Europa hacia el sepulcro del Apóstol. El levantamiento de la catedral comenzó en 1075, de la mano de los mejores constructores del Románico, y fue consagrada en 1211. Aun así recibió mejoras hasta el siglo XVIII. Es, por supuesto, un buen ejemplo de cathedral thinker. Antes de la catedral, la iglesia que custodiaba el sepulcro de Santiago recibía miles de visitas de peregrinos. Por eso proyectaron un templo más grande. Y lo construyeron de generación en generación, respetando el legado de sus ancestros, y sabiendo que estaba apostando por algo para el futuro. De algún modo, instituyeron la catedral.

Aunque Santiago ha crecido mucho, la silueta de la catedral sigue mandando en su skyline, compitiendo su magnitud con algunos edificios del siglo XX que, por otra parte, parecen diseñados por amigos de Satanás. Todavía el eco de sus campanas nos reconcilia con el pasado. Lo describió magistralmente el escritor Gonzalo Torrente Ballester: “Compostela se hace en torno a la campana. La campana lo va creado todo día a día, siglo a siglo, más que dar las horas”. También Johan Huizinga explica cómo las campanas eran las reinas del tiempo en la ciudad medieval: “un sonido que dominaba una y otra vez el rumor de la vida cotidiana y que, por múltiple que fuese, no era nunca confuso y lo elevaba todo pasajeramente a una esfera de orden y armonía”.

En oposición a esa armonía, la historia de la modernidad parece la de un reloj que necesita ir cada vez más rápido. Desde el siglo XVIII, la Era de las Revoluciones se ha ocupado de minar poco a poco lo instituido, sin detenerse a considerar si era malo o bueno. El nuevo dios es la urgencia; lo propio quizá de un hombre que espera la recompensa en este mundo. Y nuestro siglo es el paradigma: el ideal es la inmediatez. Una fiebre diagnosticada por Chesterton hace tiempo: “One of the great disadvantages of hurry is that it takes such a long time”.

Desde su origen el progresismo se ha basado en una divinización del cambio. ¿El cambio a dónde? ¿El cambio a qué? ¿El cambio por qué? Hay muchas cosas que funcionan bien. Si destruyes Notre Dame para construir algo más moderno y funcional en quince días, todo el mundo estará de acuerdo en que además de un crimen, has cometido una estupidez. ¿Por qué los progresistas con las ideas no opinan lo mismo?



No es casualidad que en su discurso inaugural de 1981, Ronald Reagan aludiera a la importancia fundacional de la ceremonia: “The orderly transfer of authority as called for in the Constitution routinely takes place as it has for almost two centuries and few of us stop to think how unique we really are. In the eyes of many in the world, this every-4-year ceremony we accept as normal is nothing less than a miracle”. 36 años después, en el traspaso de poder de Obama a Trump, la izquierda parecía haber perdido su respeto a esa costumbre ceremonial. Podría ser una anécdota, pero es un paradigma. Podría ser un desliz, pero es un síntoma. No es extraño que al progresista le atormente dejar el poder. En lo esencial, su programa comienza hoy y termina hoy, a pesar de que la comunión estratégica con los apóstoles del cambio climático haya llevado a la izquierda a involucrarse en las futuras generaciones. Pero quien tiene un proyecto genuinamente a largo plazo es el conservador. Los valores que vertebran nuestra forma de vida no viran al albur de los vientos. Son los pilares de una catedral.

Como conservadores, nuestra vocación es conservar. Admito que no me darán el Pulitzer por esta frase, pero así es. Uno de mis letristas favoritos, el español Santi Santos, del grupo pop Los Limones, canta en uno de sus temas algo que bien podría ser el himno de un conservador amante del catedral thinker: “no me gustan las cosas que cambian / todo se mueve a mi alrededor / Siento que la corriente me arrastra / siento que no responde el timón / lo que más siento es que aún no podamos parar el reloj”. Sí. Como conservadores, nuestra recompensa no siempre es un placer sensorial inmediato o una necesidad satisfecha con urgencia. Nuestro reloj son las campanas de una iglesia. Nuestra guerra es la eternidad, la tradición, el legado, la trascendencia. Porque sabemos que la honradez no caduca. Que la libertad no pasa de moda. Que somos custodios del bien y la belleza que hemos recibido de nuestros ancestros. Nuestro horizonte se pierde en altamar.

Supongo que, en definitiva, debemos defender el largo plazo con el mismo fervor con el que abominamos las subidas de impuestos.

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