Una semana observando la Regla de la Nueva Masculinidad

Este ensayo de Itxu Díaz se publicó originalmente en inglés en The American Spectator el 15 de febrero de 2020. 

Sigue vigente la recomendación del genial gruñón Walter Burns en The Front Page: “Cásese con un enterrador o con un verdugo. Con quien sea, menos con un periodista”. Que el periodismo sigue siendo profesión de riesgo lo descubres cuando atraviesas alguna de esas experiencias extremas que los editores suelen encargar a los becarios, que tienen siete vidas. Ya sabes, “pasa una semana sin fumar y cuéntalo en un artículo”, “escribe cómo es un día entero con los bomberos”, o “haz un diario de 15 días siguiendo la Dieta de la Zanahoria”. Voluntariamente me he entregado al género, por primera vez, pasando una semana bajo la estricta observancia de la Regla de la Nueva Masculinidad. Creo que vivo para contarlo, pero no estoy seguro.

Lunes 1 de febrero

Empiezo el día con una cita de la feminista Judith Butler, donante de Kamala Harris en las primarias: “La categoría de sexo no es invariable ni natural, más bien es una utilización especialmente política de la categoría de naturaleza que obedece a los propósitos de la sexualidad reproductiva”. De acuerdo, necesito un café más aún que la vacuna del coronavirus.

Mis feministas de cabecera han tenido la gentileza de enviarme una serie de materiales didácticos para trabajar estos días. Apuntes, conferencias y talleres online, y alguna convocatoria del Instituto de la Mujer. La directora de este instituto público en España (y por lo que he visto, en el resto del mundo no es diferente) se estrenó en el cargo diciendo que había llegado la hora de terminar con “la cultura patriarcal de la penetración a las mujeres”, que una verdadera “redistribución igualitaria de las prácticas sexuales” exige popularizar “la penetración anal del de mujeres a hombres”. Nada nuevo. Al final sospecho que estas nuevas feministas lo único que han descubierto es la política fiscal socialista.

Costumbres del bar de siempre. Ana, la camarera, me sirve el café en mi mesa. Al terminar, antes de marcharme, siempre le acerco la taza a la barra, como pequeño gesto de gentileza. Hoy lo estaba haciendo y de pronto se me ha aparecido el fantasma de mi nueva masculinidad: ¿no hay un condicionamiento de género en esto? Si en vez de la bellísima –con perdón- Ana fuera el gordo de James, que atiende el bar por las tardes, no tendría ese detalle. Retrocedo sobre mis pasos, dejo el café en mi mesa y me largo. Primera victoria contra mi machismo. Ana me mira como si estuviera viendo a un hipopótamo tocando el violonchelo.

Voy al super a comprar las lociones que recomienda la revista GQ. Leo las etiquetas y me las voy aplicando con cierta desconfianza. Unas en la cara y otras por todo el cuerpo. Frescor en la piel. Sensación extraña. Ahora mis brazos huelen igual que el pelo de mi primera novia.

Comienza una Charla del Ministerio de Igualdad sobre la construcción social del varón. La da una cincuentona con el pelo lila y cortísimo. “Ser varón, en la sociedad patriarcal, es ser importante”, denuncia. Primera crisis: si es así, entonces tengo serias dudas sobre mi masculinidad. Y sobre la feminidad de Nancy Pelosi.

En un descanso intercambiamos un cigarrillo en la calle. Lo necesito. Me tiembla el pulso y tengo la cabeza como una central nuclear. He oído hablar de muchas cosas nuevas: la naturaleza violadora del pene, lo horrible que es regalar pistolas de juguete a los niños, y cosas así. Necesito fuego y se lo pido a un compañero de la charla. Intento poner en práctica mi nueva masculinidad y me refiero a él como “he/she/it/ze” como mandan los cánones. Noto una extraña complicidad en su sonrisa. Como si compartiéramos mucho más de lo que yo desearía compartir jamás con él. Me veo reflejado en el cristal de la puerta y le estoy poniendo cara de La novia cadáver. Me late en la cabeza una cita de Houllebecq: “La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad”.



Cae mi primera noche de género más o menos fluido. Duermo con un podcast español sobre la crisis de la masculinidad que lleva por título (disculpen) “Las pollas asustadas”. El programa ha hecho una sesuda investigación sobre la personalidad de los hombres. ¿En el trabajo? ¿En las familias? ¿En las escuelas? No, la ha hecho infiltrándose en redes de prostitución para preguntarle a las prostitutas cómo son realmente los chicos. Sin ánimo de poner en duda tan excelente trabajo, no estoy seguro de que los deseos de los puteros con sus prostitutas permitan trazar una media nacional sobre lo que realmente pensamos los hombres. Habría sido más fidedigno que la presentadora del podcast preguntase a su padre. Espero.

Martes 2 de febrero

En el portal. Una joven se acerca a la puerta por fuera, mientras que yo, que salgo, me acerco por dentro. Tensión psico-sexual. Nos cruzamos durante un instante la mirada y en su leve sonrisa noto la trampa: cree que voy a comportarme como un cerdo machista y cederle caballerosamente el paso. No lo haré. Nunca más caeré en las garras del patriarcado. He continuado mi paso con total decisión y sospecho que el choque de nuestras cabezas ha podido desviar en varios kilómetros los polos de la tierra. Tendido en tierra, aún mareado, escucho los improperios de la chica, maldiciendo mi genealogía paterna hasta llegar al siglo XII. O está muy enfadada, o es increíblemente machista.

Me paso la mañana leyendo Gender Trouble, de Judith Butler, madre (o padre) de la teoría queer. Te lo resumo: nadie es por naturaleza hombre o mujer; el género se asigna al nacer en un acto de violencia simbólica; el género no es más que un rol que puede cambiarse a voluntad, cuantas veces quieras, quebrando el esquema binario masculino y femenino, según cómo te sientas. Gracias la epifanía de Butler, termino la lectura maullando, rascándome la oreja con un pie, y comiendo Friskies. Hola, soy oficialmente un gato. Así me siento. Y un gato de sexo fluido. Una mezcla vaporosa entre Garfield y La Pantera Rosa.

Quedo con los amigos a tomar unas cañas. Juan comenta la irresistible belleza de la chica de la mesa contigua. Interpelo con decisión: “estás a un paso de la violación intelectual, aunque también es posible, según los herederos feministas del psicoanálisis, que tengas la picha pequeña”. Juan me atiza una bofetada, pensando que estoy poseído. “La típica respuesta del hombre cavernícola”, discrepo. Me atiza de nuevo. Pruebo con la empatía, que recomienda el magazine progresista del fin de semana como clave para la resolución de conflictos de la nueva masculinidad: “Juan, ponte en mi lugar, ¿te gustaría que te abofetearan?”. El resto de misa amigos arrugan la nariz, se levantan y se largan sin acabarse ni la cerveza. Juan aún hace el amago de darme un bofetón de despedida. La nueva masculinidad está bien, supongo, pero no es compatible con tener amigos heterosexuales. La chica de la mesa contigua me mira. Justicia poética.

A la tarde, el telediario. En Europa se debate una ley de la extrema izquierda que busca que los niños menores de 16 años puedan cambiar de sexo sin consentimiento paterno. Escucho las opiniones de un andrógeno muy leído. Habla con naturalidad de cómo conoce el caso de cientos de niños (traduzco: uno, como mucho) de ocho años que se sienten niñas y que viven un infierno porque sus padres no les permiten vestirse con minifalda y maquillarse. Pienso que a las niñas de ocho años los padres tampoco suelen dejar que se maquillen y se pongan minifalda. Intento empatizar con el andrógino comunista pero, sinceramente, fracaso. Pienso lo peor de él pero si lo tuiteo, me cierran Twitter.

Al caer la tarde, voy a un bar con mi amiga Sophie. Ocurre algo intolerable. Pedimos, y el camarero nos trae una Coca Cola Zero y una cerveza, y me pone a mí la cerveza y a ella la Coca Cola. Detecto el micromachismo y salto como un resorte: “¡Eres un machista! ¿Por qué la cerveza debía ser para mí y la Coca Cola para ella? ¿Eh? Esto es un claro caso de symbolic violence, tal y como la definió el sociólogo Pierre Bordieu”. Mis gritos son tan altos y el contenido es tan denso que temo que al camarero le estalle la cabeza. Sophie responde a mi pregunta retórica: “porque tú le has pedido la cerveza y yo la Coca Cola Zero”. Yo, que me encontraba hinchado como un pavo real lleno de nueva masculinidad, me he vuelto en un segundo del tamaño de una pulga, pero de una pulga joven, anoréxica, muda e infectada de malaria.

Empiezo a sospechar que la nueva masculinidad molesta más a las mujeres que a los hombres.

Miércoles 3 de febrero

Cita del día: “Las mujeres son la mayor reserva de talento sin explotar en el mundo”. Es de Hillary Clinton. A Monica Lewisky le gusta esto.

Taller de nuevas masculinidades. Me hablan de la antropóloga americana Katrina Karkazis. Ha investigado mucho la testosterona y asegura que es solo una excusa para la impunidad de los hombres. Dice que no hay relación entre testosterona y agresividad. Karzakis concluye su razonamiento: si la biología no es una explicación del comportamiento masculino, entonces tenemos un gran trabajo por delante para abordar las causas sociales.

El problema es que hay un montón de estudios recientes que vinculan violencia y testosterona. En concreto, tengo aquí más de 60 investigaciones prueban que la liberación de testosterona en los hombres influye en la serotonina y dopamina del cerebro, induciendo a comportamientos agresivos y suicidas.


Recibo una llamada de una amiga feminista que tiene una clínica estética. Para profundizar en mi nueva masculinidad me recomienda que vaya a su clínica para depilarme todo el cuerpo. Al final llegamos a un acuerdo: voy como observador, pero a mí que no me toque. A esto se le llama salvarse por los pelos.

De vuelta a casa me para la policía por exceso de velocidad. Maldita testosterona. Cubro los papeles de una denuncia. Veo que he de marcar mi sexo, masculino o femenino. Ejerzo mi papel: “¿por qué he de elegir entre varón y mujer como si estuviéramos en el siglo XVI?”. Responde el guardia, nada simpatizante de la teoría queer: “Porque sea usted hombre o mujer, le voy a multar igual porque conducía usted como un loco”. ¡Maldito patriarcado!

Jueves 4 de febrero

Café matutino con Rachel, una vieja amiga, en una de esas cafeterías modernas en la que los chicos parecen bailarinas, y las chicas parecen camioneros. Me cuenta que su novio y él han discutido. Le recomiendo vivamente separarse de ese hombre y de todos los hombres. Le explico que, según la francesa Pauline Harmange, autora de I Hate Men, “las mujeres solteras y sin hijos son las personas más felices”. Rachel me mira en silencio, en un larguísimo y ojeroso silencio, con un brillo de desesperanza en los ojos. Creo que es incredulidad.



Acudo a una conferencia universitaria sobre micromachismos. La presentadora del acto hace sonar Run for Your Life. De pronto, quita la música y dice: “los Beatles son apología machista”. Me parto de risa con una sonora carcajada. Soy el único que se ríe. Todo el mundo se gira hacia mí con la cara muy seria. Dios mío, prometo que pensé que era una broma. Sonrío como un idiota. La mujer prosigue su rollo asegurando que a continuación nos centraremos en la homosexualidad en el mundo animal, en concreto, en los pingüinos. Me muerdo la lengua para no comentar que me parecen acusaciones gravísimas para no haber ningún pingüino en la sala. Miro las caras de los de alrededor y ciertamente no estoy seguro de que no los haya.

Viernes 5 de febrero

Cita del día: “Lo ‘real’ y lo ‘sexualmente fáctico’ son construcciones fantasmagóricas -ilusiones de sustancia- a las que los cuerpos están obligados a acercarse”. Butler, de nuevo. Grandes noticias. Si lo real es una construcción fantasmagórica, no veo ninguna razón para reconocer a Biden como presidente de los Estados Unidos. En cuanto a lo sexualmente fáctico, Butler trata una y otra vez de desdibujar al hombre y la mujer y sustituirlo por esa fluidez queer con la que se ha ganado la vida. No la culpo. Otros se la ganan atracando bancos.

Hora de comer. Pruebo por primera vez en mi vida un restaurante vegano. He leído en una revista que la relación hombre-carne es una desviación del fascismo patriarcal. De primero, ensalada de mijo. De segundo, salchichas de tofu. Me quiero morir. Salgo de comer y me voy a un McDonalds a comer.

Es el último día del taller online de nuevas masculinidades. Una señorita más fea que un pulpo dice que el “piropo” es violencia. Inevitablemente pienso en silencio: en tu caso, sí. Salvo la vida porque de momento Dorsey y Zuckerberg no pueden leer mi cerebro.

Sábado 6 de febrero

Paso el día leyendo cosas de Peggy Orenstein. Escribió su libro Boys & Sex: Young Men on Hookups, Love, Porn, Consent, and Navigating the New Masculinity después de entrevistarse con más de cien jóvenes de entre 16 y 22 años. La autora está muy enfada porque cuando les pedía a los entrevistados que describieran al chico ideal, todos respondían, según ella, “como si estuvieran buscando un hombre versión 1955”. De modo que la juventud está anticuada, según Orenstein. Supongo que es realmente inconcebible que las chicas, a la hora de compartir su vida con un oso, todavía prefieran a James Stewart que a Pharrell Williams.

De copas en un local de ambiente bastante gay. Todo está lleno de revival años 80. Odio a Queen (tenía que decirlo) y Fredy Mercury me parece un idiota (tenía que decirlo también). Un amigo de género bastante gaseoso me introduce en el ambiente y me presenta a un montón de tipos encorbatados que se saludan con dos besos como si fueran camaradas soviéticos. Entablo conversaciones de corte puramente periodístico e indagatorio con unos y otros. Al final, la conclusión me conduce a la más profunda melancolía: no había estado nunca en un ambiente tan machista y misógeno. Y creo que estos tipos nos son precisamente paleo-conservadores. Ah, y otra cosa que no entiendo es por qué en estos locales, cuando pido un gintonic, tardan dos horas en prepararlo, y me traen la copa llena de flores. Se empieza por licuar el género y se acaban convirtiendo las copas en ensaladas.

Domingo 7 de febrero

Doy por terminada esta experiencia raro-sexual. Mientras pongo orden en mis notas, noto que la testosterona vuelve lentamente a correr por mi cuerpo. Aún quedan restos de ensalada de mijo en la sangre. Lo que he pasado es profundamente insano y rabiosamente antinatural. Todo un castillo en el aire, por más que sus teorías sociológicas sean densísimas. Si todo esto perdura en el tiempo es solo por una terrible razón: hay un montón de gente viviendo de ello.

Por lo que a mí respeta, vuelvo a ser libre. Lo celebro pasando la tarde del domingo leyendo Art of Manliness y bebiendo cerveza como si fueran a prohibirla. Definitivamente, me gusta ser hombre casi tanto como me gustan las chicas. Doy gracias a Dios por volver a solidificar mi género. En cuanto a mi sexo, creo que en todo momento se mantuvo sólido, pero tal vez este asunto excede los propósitos de este reportaje, por más que satisfaga la insana curiosidad de algunos lectores.